Lanzar piedras es una costumbre bárbara. Desgraciadamente en Irán es una costumbre bárbara pero arraigada en las mentes de los ayatolás. Ahí está el caso de la pobre Sakineh Mohammadi Ashtiani, salvada de morir lapidada gracias a la movilización de la población occidental, que no de nuestros ministros de Exteriores que únicamente saben abroncar a Israel.
El testigo del lanzamiento de piedras lo ha tomado ahora con gusto el mismo presidente de la República Islámica de Irán, Mahamud Ahmadineyad. En un avance de su primera visita oficial al Líbano, que culminó ayer, anunciaba la semana pasada que pretendía visitar la frontera con Israel y que aprovecharía para tirar piedras sobre suelo judío. Se supone que en una metáfora del alcance de sus misiles.
Lo más llamativo de esta visita, aparte su personal obsesión con borrar a Israel del mapa, es la confusión sobre a quién ha visitado, si a las autoridades del Estado libanés o a la milicia terrorista que le sirve de lacayo en la zona, Hizbolá. De hecho, las reuniones más relevantes han sido entre la delegación iraní y los líderes del ese grupo chií, creado, por lo demás, allá por los 80, por la propia Irán en su ambición de llegar a crear un arco de influencia desde el Levante a Afganistán.
Y lo cierto es que dicha ambición está cada día más cerca de ser realidad. Nadie ha conseguido hasta la fecha romper el eje Damasco-Teherán, Hizbolá regula el juego en el Líbano a su antojo, con o sin las tropas de la Unifil, Hamás gobierna con mano de hierro en Gaza y amenaza a la frágil Autoridad Palestina en Cisjordania, y, peor aún, la llamada comunidad internacional parece haber asumido que no es posible detener el programa nuclear iraní. Y cuando Irán tenga la bomba, ya será otra cosa. Entonces las piedras serán radiactivas.