Les crece pronto la lengua para lanzar un insulto, pero siempre van al bulto porque el talento les mengua. A estos políticos nuestros, para hacerles un examen de valía para un cargo, bastaría con someterlos a una prueba de ingenio en el insulto, ya que tanto les gusta darse a ellos. ¿Político que, oportuno, sepa tumbar al rival con metáfora genial? Como aquel Guerra, ninguno. Con ilustrada maldad, el político que insulta, gana más fama que multa si demuestra habilidad. Pero hay algunos soeces que empobrecen la invectiva, y de cinco, siete veces, les sale la gracia esquiva. A un alcalde desahogado, al ver a Leire Pajín, no se le viene al majín más que un dibujo animado. Qué pobreza ha demostrado el barbudo de Pucela: que alguien lo lleve a una escuela de epigramas. Otro ha dado patinazo sin tintero, que lo que ha dicho rezuma cierta memoria de «pluma» cuando ha nombrado el plumero. Les falta talento. No inventan nada, ni en la gestión pública ni en el insulto. Alguien dijo de Marilyn que era «un vacío con pezones», pero ahí no llegan, ni siquiera a Guerra, repito, aquel que, quizá en venganza por tantas cosas como le decían, arremetía sin piedad contra la oposición y aun contra algún cercano, que la «víbora con cataratas» no era de derecha.
Para insultar con lengua de corral siempre hay tiempo; para que el insulto produzca asombro en el personal, hace falta ese talento formado que es capaz de trazar en el aire una frase que pida mármol apenas salir, y no, como piden las bocas de algunos, un tapón. Blanco, con el plumero, se daña más a él que a Rajoy. Por más que quiera suavizarlo ahora. Lo que dicen duele más porque no tienen talento, porque no hay gracia, porque no hay ilustración en el dicterio, porque no hay metáfora, porque no hay frescura popular, sólo ganas —sin arte— de fastidiar a otro o a otra.
El pueblo llano es más sabio y más fino, aunque más duro y directo, más canalla, si cabe, pero infinitamente más fino: «No te nombro a tu padre por no darle una pista a tu madre…» No son estos políticos maestros en componer insultos con doble sentido. Tendría que recibir lecciones de buenos epigramistas que eran capaces de convertir una palabra normal en un insulto, como aquel barbero sinvergüenza y fino que quedó en la coplilla popular gracias a un cliente burlado: «Fue aquel cornudo al barbero / —donde el personal se junta— / y éste, guiñando a terceros, / con una sola pregunta / puso aquello en hervidero: / «¿Corto bajo, caballero…, / o arreglo… sólo las puntas?» Ahí no llegan.


