Imperceptiblemente, Sevilla ha escrito una página brillante y luminosa en la lucha por la vida. Digo Sevilla, porque lo que se reunió extramuros de ella para celebrar la prosperidad del negocio abortista no era Sevilla. Había allí un escogido ramillete de profesionales que viven de la mayor abominación que haya cometido nunca el hombre. Pero casi todos eran gente extraña, venida de fuera. No saben lo que han hecho. Las fuerzas telúricas que mueven el mundo con el alma que a ellos les falta se pusieron en marcha mientras los abortistas se ponían de acuerdo para refinar las técnicas y las tácticas de matar al no nacido, el ser humano más indefenso de la Creación.
Al principio fueron esos ríos de vida recorriendo el subsuelo de la parroquia de El Divino Salvador, venero de una oración cuyas palabras, cánticos y silencios aletearon entre la sonrisa de angelotes satisfechos. Sí, así como suena, a música angelical, a baile de seises. Crujían al unísono las rodillas de los ancianos, los niños, las mujeres y los hombres que se prosternaban ante el Santísimo para adorar su Cuerpo en recuerdo de tantos cuerpos destrozados por la simple y bestial «razón» de que no podían defenderse. El Salvador estaba repleto de fieles en pie y de rodillas, recogidos para desagraviar a las víctimas de quienes se reunían a veinte minutos de allí con la finalidad de perfeccionar sus «prestaciones» crematísticas.
Pero también los decibelios pueden ponerse al servicio de la vida. Si en El Salvador nos congregábamos para rezar, ante el aquelarre volvimos a estar de pie, durante dos horas, envueltos en un sonido de canciones, alocuciones y lemas coreados por una multitud inconformista, contestataria, rebelde, activista, resistente, incansable, luchadora, cívica y vitalista, que hace diez años era imposible atraer a una concentración como la que gritaba, con todas sus fuerzas —que son muchas— un ¡NO! indómito al aborto. Las leyes son siempre efímeras, y aunque algunas dejen tras de sí una estela de horror, a la postre puede más una voz cargada de verdad que las trampas saduceas de los sepulcros blanqueados. Los derechos humanos atronaban en La Enramadilla. La megafonía hacía temblar el asfalto. El agua, gota a gota, disuelve corazones de piedra.