Al común de los andaluces nos importa las elecciones catalanas lo que a mi hija de dos años si hay rollo entre Manny manitas y su ferretera: una higa. Pero estaremos atentos este próximo domingo a los comicios. Más que nada para ver si hay alianza entre los que nos insultan de esta manera (que esto es un paraíso fiscal exento de impuestos) o de aquella otra (que como aquí no trabajamos, ellos tienen que asumir con su dinero el coste diferencial). Independientemente del resultado, que ya parece cantado de antemano por las encuestas —CiU volverá a gobernar aunque sin mayoría absoluta— habrá que fijarse también en otro dato revelador. ¿Cuántos catalanes irán a votar? La pregunta no es nimia y puede volver a repetirse la abstención que ya se produjo cuando se reformó su famoso Estatuto. Más de la mitad de los catalanes les dieron la espalda a sus políticos quedándose en sus casas, que dicho sea de paso puede ser bastante más orgásmico que ir a votar a un señor «esaborío» de Iznájar, por mucho que se empeñen en vídeo sus Juventudes Socialistas.
La abstención empieza a ser un arma de protesta silenciosa que a los profesionales de la política les horroriza y por tanto hacen lo indecible para que no se hable de ella. ¿Alguien se acuerda del 63 por ciento que decidió no acudir a las urnas cuando se reformó nuestro Estatuto? ¿Por qué no se promueve una ley que invalide todas las consultas que no superen en votos la mitad de participación? ¿Cuál es el límite moral para dar por bueno un resultado si la mayoría ha decidido que no le interesa lo más mínimo?
Lo que pueda ocurrir el 28-N en Cataluña no es más que la consecuencia lógica de la trivialización de la política, que se ha reducido a meras frases ingeniosas, con ausencia de contenidos, para ridiculizar al rival. La gente está harta de que en plena crisis económica, con una nación que se desangra, sin que se le vea el final del obscuro túnel en que nos ha metido Zapatero, nuestros dirigentes no ofrezcan alternativas ni creíbles ni posibles. El pensamiento Ikea invade la política: ante la ausencia de ideales sólidos, se montan y desmontan las consignas en función de los tiempos y las circunstancias. El ejemplo más desgarrador es el del partido gobernante, que se mueve al dictado de nuestros socios europeos y es capaz de la noche a la mañana de dar un giro radical sin despeinarse lo más mínimo. Todo lo que antes era malo y propio de la derecha más cavernícola, ahora es asumible y pragmático, desde abaratar el despido hasta recortar los gastos sociales. Eso sí, el macro tinglado inútil de Estado-Autonomía-Ayuntamiento, ni me lo toquen ni me lo cuestionen, no vayamos a poner en peligro los miles de puestos de trabajo de los compañeros instalados en la poltrona. Así, de verdad, ¿cómo quieren que les voten?