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Columnas / la tribu

Espina de hambre

Si algo odiaba aquel señor con empaque que hubiera cabido en cualquier pasaje de la picaresca, era el aspecto de pobre

Día 24/11/2010 - 23.23h
Lelvaba en los andares un marqués prestado que hubiera perdido el título, un mayordomo en la amabilidad, un cantaor gitano en el diente de oro de su risa, un tratante en el movimiento del bastón del paraguas reliado, y, en el fondo, sonándole en el alma como un cascabel de tristeza, la soledad de un hombre que consideraba milagro el día que comía caliente. Nunca supimos bien qué era lo que se comía los jornales en los bolsillos de aquel cuarentón al que algunas veces, con dos copas no confesadas, se le llenaba de fragua la garganta cuando entonaba la misma soleá: «Quien mal anda, mal acaba…»
Si algo odiaba aquel señor con empaque que hubiera cabido en cualquier pasaje de la picaresca, era el aspecto de pobre. Una dignidad sin límites le llevó muchas veces a decir no ante tentaciones que eran de su necesidad: «¿Ropa? Si tengo en el ropero, sin estrenar, cuatro trajes…» Un solo traje, el mismo que debía desde el primer pago de la dita. Cuando el cobrador de la sastrería aparecía por el trabajo preguntando por él, él, con una habilidad de mago escapista, desaparecía sin que nadie supiera dónde estaba: «Pero si estaba aquí ahora mismo…» Sí, estaba, pero aquel hombre grandón que venía amablemente a tratar de cobrarle el recibo del mes por el traje gris de espiga, sabía que si no estaba, no iba a aparecer, y si acaso se lo encontraba, iba a decirle lo mismo de siempre: «Espérese un momento, que voy a ir a mi casa por el dinero». Por esto, sufrió más que disfrutó aquel traje que se ponía en las grandes fiestas, se peinaba con el pelo tirante y se echaba brillantina, y todo era ponerse el traje y a aquel hombre que tenía andares dispersos, se le ponían de pronto andares de torero. Recuerdo una temporada que andaba mal. No trabajaba y gastaba donde fuera lo que no tenía. Pero tenía un lema: «Lo último, parecer pobre». Aquel día llegó a casa cuando acabábamos el almuerzo. El hambre le cantaba hasta en el pelo. Mi padre le ofreció comer: «Muchas gracias, pero acabo de comer sardinas. Por cierto, se me ha quedado clavada una espina en la garganta y no baja. ¿Me darían un trozo de pan y un poco de aceite, a ver si baja?» Se iba a la cocina y sabíamos que al rato volvería al comedor diciendo que ya se le había bajado la espina, aunque había tenido que tragarse todo el bollo y medio vaso de aceite que le chorreó al pan sin que lo viéramos. Pobre amigo, bueno y tierno, que tanto le temía a parecer pobre. Hoy me lo recuerdan muchos que, como él, tienen el hambre clavada en una espina que sólo baja con pan y aceite.
barbeito@abc.es
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