ENRIQUE ARNALDO
Hemos vivido 32 años con la seguridad de contar con un precepto de la Constitución diseñado para no aplicarse nunca: el que prevé los estados de alarma, excepción y sitio.Y ello porque, tras haber superado los mil muertos a manos de ETA, el 23-F o el 11-M, además de catástrofes como la de Biescas, nos sentíamos vacunados y prácticamente inmunizados frente a la declaración de cualquiera de dichos estados ante situaciones de anormalidad. Quizás esos estados tan inéditos siempre nos han evocado un cierto resabio autoritario cuando, en realidad, su función es precisamente la contraria: la de preservar la vigencia de la Constitución cuando los mecanismos ordinarios resultan insuficientes.
Vivimos hoy el trigésimosegundo aniversario de la Constitución bajo el primer estado de alarma de nuestra reciente historia. Y provocado por un gremio que se ha ganado a pulso la incomprensión de la sociedad española. Ello,sin embargo, no es óbice para reconocer que el Gobierno ha estirado la interpretación del artículo 4 de la Ley Orgánica 4/1981 para evitar acudir a la —formalmente— más lógica declaración del estado de excepción. Con seguridad ha sido porque este último exigía, en pleno fin de semana, solicitar la autorización del Congreso de los Diputados.
El preámbulo del Decreto del sábado es expresivo de la confusión conceptual de la que se parte, pues se une la alteración del libre ejercicio de un derecho fundamental como el de la libertad de circulación, presupuesto necesario del estado de excepción, con la paralización de un servicio público esencial unido a la que se califica como «calamidad pública», que se corresponden con el estado de alarma. Pero ha primado la urgencia y, quizás también, la aceleración con el objetivo de conseguir una eficacia efectista.
Enrique Arnaldo es profesor de Derecho Constitucional de la URJC


