El crepúsculo de ayer, antes de acarrear la noche, tuvo un último grito que se perdió por el cielo, rajándolo como quien raja una sandía gorda. Era un grito seguiriyero, fúnebre, ese grito junto al que doblan todas las guitarras y mueren las invisibles criaturas del aire. Se fue Enrique Morente. Y entonces intentas componer la cara de Dios, su gesto, y no sabes cómo, como si Dios se te hubiera roto entre las manos cuando más lo necesitabas.Pero hubo en la tarde de ayer otro grito, silencioso grito antes del crepúsculo. A la misma hora en que otros niños ensayarían villancicos, o irían de la mano de sus padres recorriendo la ciudad iluminada, o estaban en casa jugando o peleándose con sus hermanos, alguien me abrió una puerta para que me diera de cara con el mejor Nacimiento, el más tierno y -desde nuestra mirada- el más triste. Alguien me abrió una puerta. Fue un hermano de San Juan de Dios, y para que la Navidad se me endulce sin necesidad de azúcares, me puso frente a unos niños cuyas caras no olvidaré jamás. Algunos de ellos no hablan, otros no saben valerse ni para cambiarse un pañal, y todos necesitan del cuidado diario y continuo de personas encargadas de su vigilancia, educación y mimos. Porque necesitan mimos, cariño, ternura. Todos son niños, tengan la edad que tengan; todos siguen encerrados -y felices- en su infancia, en una infancia sin edad concreta, en el limbo de su enfermedad. Ahí, frente a estos niños, con ellos, me costó más componer a Dios, ahí a Dios lo veía más roto, por eso no supe hacia dónde dirigir las preguntas. Enrique se ha ido con gloria bien forjada, pero estos niños, Enrique, son una seguiriya sostenida que no se alivia en su yayay, una pena -visto desde nuestro mundo- sin salida, un Nacimiento de ángeles averiados, sí, pero ángeles más tiernos que todos los ángeles. Si los hubieras visto, Enrique, te hubieras roto, junto a Dios, en el mismo grito.


