«Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado,/ fueron un tiempo Itálica famosa». La canción que Rodrigo Caro dedicó a las ruinas de Itálica son una muestra palpable y legible de la mejor poesía que dio el Barroco. La decadencia de las ruinas ejemplifican la carcoma del «tempus fugit» en una alegoría cerrada y total. Itálica no cayó por la fuerza fiera de ningún enemigo, sino por la constancia del tiempo que todo lo crea y todo lo destruye, ese tiempo que es la verdadera seña de identidad de la ciudad. Porque Sevilla, como hemos dicho y seguiremos diciendo hasta que el reloj marque la hora del viaje definitivo, no es un espacio sino una forma de entender el tiempo. Es la ciudad ideal para recitarle, por lo bajini del escalofrío, la soleá inevitable de Aquilino Duque que podría cifrar la obsesión del sevillano paro detener al que nunca se detiene: «Reloj de arena tu cuerpo, / te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo».
De la Itálica en ruinas que cantó Rodrigo Caro, al cante que da Rodrigo Torrijos en esta Híspalis que han conseguido arruinar del todo. Esto no es un retruécano sino una triste realidad. La Sevilla que nos dejará como herencia Alfredito Buena Gente es una ciudad mordida por las deudas, entrampada hasta las cejas de ese Zapatero que nos prometió el oro sin el moro de la Alianza de las Civilizaciones, la eterna asignatura pendiente de Fibes, las setas tóxicas de la Encarnación que le sirven al alcalde para darse el penúltimo viaje de gañote a Alemania como si fuera el presentador de Bricomanía. La ruina económica es tangible en el presupuesto municipal que ha reducido las inversiones a la mínima expresión mientras el Ayuntamiento sigue manteniendo la red clientelar que no cesa.
Pero esta ruina no es la peor. La que inquieta a quien no se conforma con la superficie del paso de los días es la ruina moral en que ha caído la ciudad de las facturas falsas, de las administraciones que se solapan para colocar a los enchufados del partido, de los dobles raseros a la hora de medir a los empresarios, del maniqueísmo que nos ha devuelto a la dualidad de los buenos y los malos sevillanos. Esa ruina moral lo contamina todo, impide el progreso económico, el dinamismo de una sociedad anestesiada que busca un refugio al calor del poder para no sufrir el frío de la soledad.
No se trata de hacer una macromodificación presupuestaria, como anuncia Zoido con un palabro más propio de la verborrea torrijiana. El reto es mucho más amplio, más profundo. Afecta a las médulas donde se pudre el tejido moral de la sociedad sevillana. Si no es así, Sevilla no tendrá más remedio que parir a un Rodrigo Caro que cante las ruinas de esta Híspalis que subsiste de esa forma tan barroca que llevó a un empresario a acuñar una frase definitiva: «Aquí vivimos de engañarnos los unos a los otros».


