Pasaba el río como pasa ahora, bañando vegas y ocupando madres, y el viento, como ahora, desmandado, zamarreaba los desnudos árboles. La lluvia se empeñaba, como ahora, en escribir su nombre en todas partes. La misma luz parece de aquel día, el mismo azul que busca pronunciarse entre las mismas nubes presurosas que esconden las tormentas. Son iguales los rayos que han rajado el horizonte, sierpes de fuego, rápidas, fugaces. Se abrió la tarde al fin, y, azul desnudo, el cielo tiritaba por el aire, que un viento frío lo limpiaba todo, que un viento frío no escuchaba a nadie y dejaba la luz para su gozo, para escribir —¿qué verso?— para alguien.
Me fui a las lomas limpias donde el viento pregona aceite en los acebuchales, a las lomas que otean, desde lejos, la tierra echada, los espejos grandes —el agua parcelada donde en marzo habrán de hacerse cama de arrozales—, llanura marismeña que se pierde al sur del horizonte, sin notarse. Recortaban el cielo las cigüeñas, siempre cansadas, siempre vigilantes. De pronto una lechuza tempranera procuró un acebuche. Se hacía tarde. Y en un banco, en la loma donde el viento afilaba su frío por la carne, un hombre pensativo, cabizbajo, se preguntaba algo inexplicable. Se levantó, vagó sin rumbo fijo. Le pregunté la hora: «Nadie sabe… Vine aquí, empujado por el viento, a ver la luz sagrada de la tarde, y el viento me enredó, me ha enajenado, y ya no sé salir de este paraje. Ni sé quién fui, ni sé quién soy, amigo, ni me importa haber sido. Nada vale la gloria de este estado que me habita, la sinrazón que hoy se acercó a buscarme a estas lomas benditas, a estas lomas donde se aniña el eco de mi sangre. Nunca saldré de aquí, aunque me vaya, aunque nunca volviera a este paisaje. Algo divino vino en este viento, algo divino, sí, sin avisarme. Algo que aquí me encierra la memoria, algo que aquí me dice que quedarse a veces es viajar a todos sitios sin la necesidad de hacer ningún viaje. Aquí me encontrará todo el que quiera saber qué fue de mí.»
Tiene la tarde de febrero la misma cara aquella, la misma luz azul, el mismo aire, y aquella tierra ya estará esperando una lluvia de arroz sobre sus carnes. Cuando a las cinco vuele la cigüeña o suba al nido, y no sepa nadie que la lechuza buscará la rama del acebuche aquel, y el sol se apague al meterse desnudo en la laguna donde se mete el sol para inmolarse, yo sé que en aquel banco, aquella loma, gustoso esclavo de lo inexplicable, estará el hombre aquel, sin saber cómo se le fue el corazón sin avisarle.
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La tribu | El blog de Antonio García Barbeito en ABC de Sevilla