El papel de Sevilla entre las «ciudades machadianas», realzado por una exposición en el antiguo monasterio de Santa Clara, trae a la actualidad la relación de Antonio Machado con su tierra nativa, en la que vivió sólo hasta los ocho años de edad pero a la que llevó en su conciencia lírica hasta su dramático final en Collioure, cuando ya muerto el poeta, su hermano José encontró en el bolsillo de su viejo gabán el papelillo arrugado en el que había escrito el último verso de su vida: «Estos días azules y este sol de la infancia», reflejo de su anclaje a un perdido paraíso sevillano anterior a cualquier idea de temporalidad. Al igual que Cernuda, también Machado se sintió un día alcanzado por la desoladora conciencia del tiempo que agosta de golpe los sueños de la niñez. Pero aquella Sevilla infantil, de la que él dijo en una ocasión que «estaba fuera del mapa y del calendario», rebrotará una y otra vez en los poemas de Soledades (1903) y Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), sus dos grandes libros simbolistas, en los que el jardín de Dueñas con su mirtos, sus limoneros y su rumor de agua, las íntimas plazoletas del entorno, las espadañas conventuales o las tardes somnolientas del verano, trasmutados para siempre en «paisajes del alma», alimentaron profusamente su particular mitología poética cargada de símbolos sevillanos.
Hay, sin embargo, unos versos suyos que pueden ser tomados como muestra de desapego a Sevilla : ¡Oh maravilla! / Sevilla sin sevillanos / ¡la gran Sevilla! Con su tendencia a desdoblarse en las voces de sus inventados poetas apócrifos, Machado pone esa curiosa paradoja en boca de Abel Infanzón, sevillano como él. Siempre he creído que ese poemita sólo podía ser entendido si lo leemos como una suerte de humorada, término éste asimilable a esos subgéneros literarios de apariencia intrascendente y liviana pero siempre de profundo calado («humorismos», «donaires», «sentencias», «consejos», «fantasías», «apuntes», «decires»...) a los que él era tan aficionado cuando quería decir cosas de mucha sustancia con aparente levedad.
En sus clases de Retórica y Poética, Juan de Mairena aplicaba con sencillez los recursos verbales y sofísticos de la técnica socrática para enseñar a sus alumnos los más profundos conceptos del saber filosófico. Y algo parecido puede decirse de Abel Martín, otro de sus apreciados apócrifos.
Fiel a esa tendencia suya, lo que Machado refleja en su poema es el contraste entre la vieja Sevilla ensoñada de sus días infantiles y la ciudad real, casticista y folklórica, que descubrirá más tarde, cuando ya la conciencia del tiempo había destruido sus mitos infantiles. En el fondo se trata de la misma dialéctica cernudiana, tan recurrente, entre realidad y deseo, que Machado aplica aquí en clave de humor estirándola hasta el absurdo de disociar el espíritu de su ciudad nativa del de los mismos personajes que la habitan.
Así lo acredita, a mi juicio, la glosa que unos años después le hará a esos versos en el cuaderno de «Los complementarios»: Dadme mi Sevilla vieja / donde se dormía el tiempo, / en palacios con jardines, / bajo un azul de convento. / Salud, oh sonrisa clara / del sol en el limonero / de mi rincón de Sevilla, / ¡oh alegre como un pandero, / luna redonda y beata, / sobre el tapial de mi huerto! / Sevilla y su verde orilla, / sin toreros ni gitanos, / Sevilla sin sevillanos, / ¡oh maravilla!
Cualquiera que sea la interpretación que queramos darle —la expresión lírica de un conflicto interior o la denuncia social en forma de humorada— el poema nos invita a una reflexión sobre nuestra propia condición de sevillanos. El Machado regeneracionista, muy reacio al taurinismo y al flamenquismo como signos identificadores de la ciudad, pondera en cambio las marcas espirituales más distintivas de la topografía sentimental que recorrió de niño: el «tempo» sosegado de sus calles, el azul conventual de su cielo, el tapial de cal del huerto del viejo palacio en que nació, las orillas del río o el jardincillo misterioso y recoleto…, complementadas por el lúcido diagnóstico sobre el perfil social de Sevilla que nos legó en su Juan de Mairena, aquel viejo maestro que «vivía en una gran población andaluza compuesta de una burguesía algo beocia, de una aristocracia demasiado rural y de un pueblo inteligente, fino, sensible, de artesanos que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que el hacerlas».
Frente a esa Sevilla de finos artesanos que rendían culto al principio de la «obra bien hecha», a lo que Juan Ramón Jiménez llamaba el «trabajo gustoso»; frente a esas altas calidades del espíritu popular, él denuncia una Sevilla postiza cuyos arquetipos serían el torero y el gitano en lo que estas dos figuras tenían entonces de tópica encarnación de algunos de los «vicios» de la «España inferior que ora y bosteza». El paso del tiempo ha cambiado lógicamente los motivos de desnaturalización de esa suerte de eterno sevillano que Machado reivindica, pero no ha quitado un ápice de actualidad al mensaje de su poema.. Al igual que él, Sevilla, una de las ciudades históricamente más refinadas de Occidente, que parece haber abdicado de sus valores más genuinos, reclama hoy de sus hijos, de su sociedad civil y de sus clases dirigentes algo que por desgracia no abunda: que sepan estar a la altura de ese inapreciable legado de los siglos.


