TAL vez por jugarse con los pies, el fútbol nunca ha tenido fama de elegante o distinguido, como el tenis o el golf, por no hablar ya del polo, que se juega montado a caballo. El fútbol se juega en cualquier parte, a patada limpia, aunque algún cabezazo le ennoblece, como el que decidió la última Copa del Rey. Tampoco exige a los practicantes unas condiciones físicas excepcionales ni un equipamiento especial. Ni la altura extraordinaria que demanda el baloncesto ni la envergadura de acorazado que requiere el rugby. Cualquier chico espabilado que haya empezado a correr tras una pelota en la calle o en un descampado puede convertirse en figura si tiene la suficiente perseverancia para lograr que no se la quiten los rivales y grabar en su mente el rectángulo donde debe meterla, que es bastante mayor que el hoyo del golf o el aro del baloncesto. Con tales características, nada de extraño que el fútbol se haya convertido en el deporte más popular en una era de masas como la nuestra
y sea el sueño de millones de jóvenes que tratan de escapar de la pobreza, la violencia y la indignidad en que viven. Sin que le falte tampoco épica. En el fútbol se la pone su condición fortuita e igualitaria. El resultado de un partido nunca es predecible. El David siempre puede ganar al Goliat, algo que entusiasma al ciudadano anónimo, siempre que no sea, naturalmente, partidario del Goliat. Pero la proeza del pequeño contra el grande, del rico frente al pobre viene arrebatando la imaginación popular desde el origen de los tiempos. Y se da en el fútbol con más frecuencia que en cualquier otro deporte, aunque su proliferación esté creando jugadores y equipos por encima de los demás. Pero también ellos caen, incluso ante los colistas.
D ¿Por qué? Pues no por suerte, ni por casualidad, ni por ayuda del árbitro, como claman los entrenadores, sino por la magia del fútbol. Me refiero a la fuerza invisible que lo mueve, que no está en las piernas, sino en el corazón. Déjenme explicárselo con el ejemplo que da Gracián en su «Héroe»: Presentaron al rey de Arabia un alfanje tan fino como letal, que alabaron todos los cortesanos excepto en su cortedad. Mandó el rey llamar al príncipe, que lo juzgo impecable. «Estos señores —advirtió el monarca— lo encuentra harto corto». A lo que el príncipe respondió: «Para un caballero animoso, nunca hay arma corta, pues con hacerse un paso adelante, se alarga ella, y lo que falta de acero, lo suple el corazón de valor». Es lo que hacen los equipos pequeños contra los grandes y lo que explica el éxito universal del fútbol: suplir con ímpetu lo que falta en técnica, dar ese paso adelante, o atrás, o al lado, o hacia donde sea, para que el mejor no puede desplegar todas sus habilidades. El
fútbol es, en este sentido, el más democrático de los deportes, el más proletario, aunque el materialismo triunfante le haya convertido en una puja millonaria de jugadores y en un negocio, que a menudo resulta ruinoso, precisamente por esa prima impredecible de corazón que lo mueve.
A ello se añade el ingrediente gregario, nacionalista, que contiene. No se trata de un deporte individual, sino de equipo. Algo que facilita identificarse con once muchachos que visten nuestros colores, aunque procedan de los lugares más lejanos. No importa, somos como ellos, vestimos sus camisetas en la calle y nos representen en el campo. Y ahora que las guerras sólo ocurren en el tercer mundo, el fútbol viene a sustituirlas en el que exageradamente llamamos civilizado. Un partido se convierte así en una batalla; un gol, en un lanzazo al adversario, que a menudo es el vecino. Claro que siempre será mejor que dirimamos nuestros diferencias y superemos nuestros complejos en el terreno de juego, que en el campo de batalla. Eso hemos avanzado. Aunque tampoco conviene olvidar esa turbia faceta del fútbol que, más que un deporte, es una guerra vicaria. Excepto cuando salta del césped a las gradas. O a la calle. O a los parlamentos.
Pero ésa es ya otra historia. ¿O es la de siempre?


