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La beatifiación de «el» Papa

Karol Wojtyla sacó a la Iglesia del tímido entreacto en el que estaba empantanada y levó anclas con rumbo a mar abierto

Día 30/04/2011

SI Juan Pablo II hubiese sido únicamente «un Papa», su beatificación se inscribiría como una nota a pie de página en un libro de historia que se extiende a lo largo de más de dos mil años. Sería uno entre muchos porque el camino ha sido ingrato e innumerables los ejemplos de que el desierto del dolor acaba convertido en semillero de la gracia. Ocurre, sin embargo, que Juan Pablo II no fue, se dice pronto, nada menos que «un Papa», sino que se echó a hombros la cruz de ser «el Papa» en las postrimerías de un siglo despiadado. Se vio obligado, pues, a agigantarse hasta tal punto que la persona se diluye en la inmensidad del personaje.

Cuando Wojtyla accedió a la cátedra de Pedro los caminos que antaño conducían a Roma se encontraban en ruinas (si es que se encontraban). La Europa feliz combatía con éxito la resaca de Auswichtz edificando templos a un dios desconocido y escamoteando el mal tras el relativismo a ultranza. Y, mientras tanto, Cristo, al otro lado del Atlántico, había arrojado al fuego la corona de espinas para tocarse con la boina del comandante «Ché» Guevara. Nadie miraba al Este y de allí vino el Papa.

«Vengo —se presentó ante el mundo— de un país lejano». Un país donde el milagro de la fe despabilaba las tinieblas y sustentaba la esperanza. Un país en el que la barbarie comunista suplantó sin cesuras a la barbarie nazi. Y de aquel país lejano, forjado en el horror, llegó un Sumo Pontífice curado ya de espantos. «¡No tengáis miedo!» En ése mismo instante, Juan Pablo II se transformó en «el Papa», en el protagonista gigantesco de una descomunal gigantomaquia en la que lo espiritual y lo profano discurren al unísono y, a veces, se solapan. ¿O es que quienes pagaron la bala de Ali Agca buscaban solventar querellas teologales?

Karol Wojtyla sacó a la Iglesia del tímido entreacto en el que estaba empantanada y levó anclas con rumbo a mar abierto, hacia el rugiente corazón de la mayores las tempestades. Generó odios acerbos y amores insondables; despertó a los durmientes; refrenó a los sectarios; sonrió con los niños; regañó a los tiranos. Juan Pablo II, el Papa, reintegró al catolicismo en la universalidad «de facto». Supo entender que en la aldea global los medios son el púlpito que exige la Palabra y logró que el espíritu soplase de tanto en tanto en el lodazal pautado de los telediarios. ¿El párroco del «star-system»? Quizá. Genio y figura. El Papa, en la pantalla, ofrecía un perfil furiosamente humano. «Juan Pablo-segundo-te quiere-todo el mundo». Incluidas las cámaras.

Si el Vaticano fuese esa multinacional de la política que intentan pintar al odio los retratistas de espantajos, el flamante beato hubiera subido a los altares al tiempo que ascendía a contemplar al Padre. «Santo subito!», clamaron de inmediato los tantanes insomnes en la adensada «piazza». Súbito: aquí y ahora, sin procesos, sin plazos. «Vox populi, vox Dei». En los oídos ciegos de los políticastros el santo y seña resulta inapelable. Por contra, Joseph Ratzinger, el amigo silente del inabarcable Papa, ha gestionado el tiempo según la sentencia clásica: «Festina lente», apresúrate despacio.

En el camino de Roma no existen los atajos.

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