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Columnas / EL ÁNGULO OSCURO

Sobre la beatificación

En Juan Pablo II muchos católicos hemos hallado una «imitatio Christi» que renueva y purifica nuestra fe

Día 30/04/2011

A la beatificación de Juan Pablo II le han surgido muchos detractores; y desde ámbitos antípodas, lo que convierte al Papa Wojtyla en «signo de contradicción», tal como el anciano Simeón calificó a Cristo. También los reproches que contra Juan Pablo II se dirigen adolecen de la misma naturaleza contradictoria. Hay quienes —con Hans «Matraca» Küng a la cabeza— lo motejan de autoritario e intolerante; y quienes, por el contrario, lo acusan de flojo y excesivamente contemporizador. Hay quienes consideran que fue un Papa que malogró las esperanzas de renovación y hermanamiento ecuménico suscitadas por el Concilio Vaticano II; y quienes, por el contrario, consideran que su papado fue el refrendo de una serie de infiltraciones modernistas y rupturas con la Tradición que acabarían sembrando la confusión en el seno de la Iglesia. Si probáramos a confrontar las diatribas de los unos con las diatribas de los otros, comprobaríamos que mutuamente se refutan y anulan. Es como si la complexión de Adonis la juzgasen a la vez gordos orondos y flacos asténicos: los primeros inevitablemente lo tildarían de flaco; los segundos, de gordo. Para afinar su juicio, unos y otros tendrían que hacer abstracción de lo que son; pero a nadie le gusta reconocerse como gordo o como flaco.

Parece inevitable que un papado oceánico como el de Juan Pablo II suscite opiniones tan encontradas. Y parece inevitable también que haya realidades eclesiales suscitadas o desveladas durante su papado que provoquen nuestra desazón y disgusto: la más evidente de todas ellas —y la única en la que detractores de uno y otro signo parecen coincidir— son los abusos de menores, no por aislados menos escandalosos, perpetrados por miembros del clero traidores de su misión. Que realidad tan oprobiosa haya ensuciado a la Iglesia en esta época nos confirma —como nos recordaba Benedicto XVI— que «a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo»; pero arrojar sobre Juan Pablo II la responsabilidad de realidad tan oprobiosa creo que es arrancar el trigo antes de la siega, por querer arrancar la cizaña. Forma de presuntuosidad sobre la que ya nos advierte la parábola evangélica.

En estos días previos a la beatificación de Juan Pablo II he estado leyendo mucho sobre San Francisco de Asís, probablemente el hombre que más se pareció a Jesucristo. De la santidad del Poverello sólo podrán dudar los que odian la santidad; y, sin embargo, ¡qué hormiguero de sectas y herejías afloró entre sus seguidores! ¿Podemos imputar las caídas morales y errores teológicos de aquellos fraticellidescarriados a todo el cuerpo franciscano? ¿Podemos atribuir la responsabilidad última de tales caídas y errores a su fundador y guía? El mismo criterio rigorista que ahora empuja a muchos a responsabilizar a Juan Pablo II de la cizaña mezclada con el trigo que creció durante su papado los obligaría a poner en entredicho la santidad de San Francisco. Pero sospecho que en tales criterios rigoristas subyace una incomprensión radical del misterio de la Iglesia, en la que siempre ha actuado —desde su fundación misma— la criba de Satanás. ¿O no fue Judas uno de los Doce?

En Juan Pablo II, como en San Francisco de Asís, muchos católicos hemos hallado una «imitatio Christi» que renueva y purifica nuestra fe. Esto es lo que la Iglesia celebra con su beatificación. Sospecho que, al convertirlo en signo de contradicción, sus detractores no hacen sino aportar —paradójicamente— otra prueba más sobre su santidad.

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