La Constitución de 1978 no ha consagrado un modelo de estabilidad presupuestaria y la anarquía fiscal de las comunidades autónomas y corporaciones locales ha propiciado una tendencia al déficit y a la deuda que es imposible de soportar en medio de la gran recesión.
La economía nacional está en ese momento crítico que sirve para identificar un hecho catastrófico surgido de causas perfectamente conocidas pero de consecuencias totalmente imprevisibles. Es lo que se conoce como el cisne negro, derivado de un agujero más oscuro todavía, que desplegará sus alas a partir del próximo lunes, cuando los nuevos equipos de gobierno levanten las alfombras de las haciendas territoriales en España.
Los mercados están con la mosca tras la oreja después de la denuncia publicada en medios anglosajones sobre una presunta deuda encubierta en nuestro país de más de 26.000 millones de euros. En las cancillerías de la Unión Europea, Alemania especialmente, temen ahora que su protectorado sobre España fracase por culpa de una contabilidad garantista con las normas comunitarias, pero irreal en los momentos de pánico que asolan el mundo desarrollado.
La laxitud interpretativa de empresas, organismos y entes autonómicos o municipales que operan al margen de los esfuerzos de consolidación fiscal ha creado un pozo sin fondo que los nuevos administradores van a cegar deprisa y corriendo para no convertirse en cómplices de sus antecesores manirrotos. A ello se une otro mecanismo perverso de generación de deuda a través de los impagos impulsados por el Estado de las Autonomías en los últimos meses y que las estimaciones sectoriales sitúan en más de 30.000 millones de euros, de los que un tercio corresponden a la Sanidad.
Los dos guarismos acumulados amenazan con propulsar la deuda pública fuera de la órbita de control comunitario. Los actuales gobernantes están convencidos de que España no es Grecia, pero los futuros dirigentes políticos tendrán que llevar a cabo un ajuste espartano si no quieran que Europa nos termine confundiendo.


