Ella pidió una infusión de menta poleo, y a ti el nombre, que no el olor, te hizo niño y te viste atravesando el manchón que cruzabas casi todas las tardes del verano, desde la era de la vega, para llegar al río con tu padre y tu hermano. En ese manchón descubriste dos nombres al preguntar por dos olores: poleo y mastranto. En aquel manchón había más nombres dentro de otros olores, incluso un olor a todo que tú llamas todavía «olor a manchón del río», y que tiene mucho de olor a yerba fresca. Ella movía la sacarina en la infusión que cuasi hervía y calentaba el vaso y la cucharilla hasta tener que cambiarla de vaso, y le pediste olerla, oler la infusión, a ver si en verdad olía a poleo. Si el nombre te llevó al manchón, el olor no te sacó de aquella venta. Le preguntaste que si conocía la planta del poleo, y te dijo que no, que cómo era, si tú la conocías. Le hablaste de aquel manchón y de cómo el del poleo es el olor de tu más lejana memoria del verano, cerca de otros que sin nombre también te nombran el verano en el aire. Sin salir de aquel manchón, te fuiste luego a los muchachos que lo segaban para llevarlo en haces a no sabías dónde, hasta que otra tarde, en otro sitio del campo, el poleo empezó a olerte de otra forma donde lo cocían en calderas para extraerle la esencia. Ella seguía jugándose la quemadura en el filo de sus labios hermosos tratando de sorber la infusión, y tú seguías calentándote la memoria con el nombre y el olor del poleo, hasta que te fuiste a un pelo como el de ella, donde una meretriz de ribera, cuando subía algunas mañanas al pueblo, lucía, clavada como una horquilla larga, una ramita de poleo en flor. Por eso la llamaban La Poleo, aunque también podrían haberla llamado por veinte nombres más, que aquel esplendor de sus treinta y tantos años daban para un santoral de hermosura. Mientras ella apuraba la infusión, le confesaste que La Poleo fue una de las más apetecidas frutas no logradas de tu adolescencia. Y sonrió.
Ayer tarde ibas caminando por el jardín, por gusto, y al agacharte a recoger algo que se te había caído, pusiste la misma atención que el perro que ventea una pieza de caza. Como quien busca una aguja en un pajar, te pusiste a mirar entre la yerba, hasta que hiciste lo que hay que hacer: pasar la mano y oler, pasar la mano y oler. Hasta que diste con ella. Está en flor, reclamando suaves roces como una novia en su clausura, y le pasaste los dedos por las hojas como si acariciaras la cara de un niño recién nacido. Y te volvió el manchón. Y el río. Y la venta…
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La tribu | El blog de Antonio García Barbeito en ABC de Sevilla