Un fantasma recorre Europa: el fantasma del nihilismo. En esta noche oscura sin alma, en este ocaso de los dioses alzados a hombros de las ideologías que han fenecido con el siglo que se fue, Europa siente ese vacío que puede llevarla a su destrucción interna. Europa no puede quedarse en un vulgar templo dedicado a la libertad donde los mercaderes deciden el presente y anulan el futuro de las nuevas generaciones.
En el corazón intelectual de la vieja Europa, en el sótano del Museo del Louvre de París podemos encontrar el antídoto que conjure la epidemia nihilista que reduce al ser humano a la vulgaridad intrascendente de la mercancía. Allí se abre un tesoro que remueve los cimientos de las dudas y las certezas, una exposición que nos muestra la clarividencia de un pintor que encarna en su genialidad lo mejor que ha dado Europa a lo largo de los siglos: Los Cristos de Rembrandt.
El artista holandés buscó el rostro del Cristo hasta encontrarlo en los rasgos de un judío de Amsterdam. Su objetivo era tan sencillo como escalofriante: despojarlo de los signos externos de grandeza para llegar a la humanidad del Nazareno. Así aparece en las conmovedoras escenas que suceden a la Resurrección. Cristo es una sombra enigmática en Emaús, cuando los discípulos aún no lo han reconocido, y es la luz que se proyecta sobre el rostro de Magdalena cuando pronuncia la frase más enigmática de la Historia: Noli me tangere. No me toques. No podemos tocar la luz porque ahí está el hilo del misterio.
El Cristo de Rembrandt es esa luz que desprende en los grabados. Convertir la tinta de un aguafuerte en presencia luminosa es algo reservado a los genios. Jesús predica ante una masa de gentiles que nos dan la verdadera y honda dimensión del cristianismo: trascender las fronteras, ir más allá del pueblo elegido para que la luz, siempre la luz, alumbre todos los rincones del mundo, o sea, del ser humano. Rembrandt camina con el candil de su arte, esa suprema forma de la inteligencia y de la emoción, para iluminar el futuro. Y bien que lo consigue.
El Cristo según Rembrandt no tiene nada que ver con la intolerancia inquisitorial ni con la deformación mojigata que aún les sirve a los enemigos del cristianismo para atacarlo. Este Cristo es la encarnación de la bondad. Ni más ni menos. Es el que, lejos de ofenderse por la duda de Tomás, le ofrece la llaga donde se aloja el dolor universal que nunca cicatriza. Es el que salva a Magdalena en un lienzo colosal donde todo sobra ante la mirada del perdón. Es el Cristo que no impone: su fuerza está en la palabra.
Al salir de la exposición, la luz cristalina de París se cuela por la pirámide acristalada del Louvre. Allí debajo no está enterrado ningún faraón que pretendía llevarse las riquezas del poder al otro mundo. Allí debajo está el Cristo Resucitado, el que venció a la carcoma del tiempo, el que se resiste a las ecuaciones de la Razón, el que conquista el territorio inmaculado del corazón. Ojalá pueda hacer lo mismo con este siglo que no debe abandonarse en la insoportable levedad del nihilismo. Un pintor holandés lo vio hace cuatro siglos y medio en el rostro de un judío de Amsterdam. Un visitante cualquiera adivinó, una tarde inolvidable de junio, al Cristo de Emaús en un lienzo de Rembrandt.