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Publicado Jueves, 30-10-08 a las 07:41
QUÉ se dirían, qué historias contarían en una tarde invernal, en el desierto comedor de un hotel situado, por ejemplo, en Davos Platz —a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar—, tres mujeres llamadas Emma Bovary, Ana Ozores y Anna Karenina, mientras toman el té.
Sería, sin duda alguna, una conversación increíble, aunque salpicada de clamorosos silencios. De las tres grandes damas, o mejor, tres heroínas, la más taciturna, Emma Bovary, de hermosos ojos pardos llenos de cándida osadía y sus uñas cortadas en forma de almendra. La más vivaracha y simpática, Ana Ozores, conocida en su ciudad como «la Regenta». Algo retraída y señorial en el porte, más distante, Anna Karenina, princesa Oblónskaia, de enormes ojos negros iluminados por una extraña luz. Té con pastas y la chimenea encendida; en el ventanal, el suave sonido de la lluvia, la blancura fugaz de unos copos de nieve.
Parece claro que sería la impulsiva Ana Ozores la encargada de iniciar la conversación. Con aire decidido y en un tono de voz ligeramente pueril, dijo: «Víctor era un excelente botánico, cazador experto, gran jugador de ajedrez y sobre todo aficionado al teatro e incansable lector de Calderón de la Barca, un autor español pesado como el plomo. El pobre de Víctor era todo menos un verdadero marido».
Un intenso rubor afloró en las mejillas de Ana Ozores. Emma esbozó una sonrisa, sin poder ocultar su acuerdo con la Regenta. Anna Karenina extendió la mano y se llevó la taza de té a los labios. Se hizo el silencio.
Entonces Emma movió la cabeza afirmativamente; su voz sonó algo ronca. «Pero al fin y al cabo —dijo— tu marido tenía algo que hacer, se mantenía vivo con sus aficiones. El mío sólo sabía hacer sangrías, sacar muelas y recetar cataplasmas. Cuando a veces le comentaba algo sobre la novela que estaba leyendo, me miraba como un bobo, sin decir nada».
La risa de Ana Ozores estalló en el silencio del comedor. Anna la fulminó con la mirada. Su voz era curiosamente apasionada cuando dijo: «Nuestras desgracias, que son muchas, no provienen de los hombres; la gran desgracia es que nunca conocimos a nuestras madres, que crecimos huérfanas de madre».
El silencio se hizo entonces espeso. La taza de té se tambaleó en la mano de Ana Ozores. Emma, con la mirada perdida, musitó: «Cierto, es verdad, nunca he conocido la ternura de una madre; me crié en Bertaux, la granja de mi padre, un hombre vulgar y avaricioso al que yo estorbaba, que me internó en el convento de las Ursulinas, donde aprendí piano, baile, dibujo, algo de geografía, labores y una enorme cantidad de hipocresía. Me escapaba de la realidad leyendo a escondidas un montón de novelas románticas y me fui creando mi propio mundo. Me casé por puro aburrimiento y por escapar de la granja, con un hombre bueno y simple. Resultó un desastre».
«Durante mucho tiempo —dijo Ana Ozores— una criada fría y antipática me acostaba sin tener sueño. Lloraba perdida en la oscuridad, pensando que el calor de la almohada mojada por las lágrimas era el seno de mi madre».
Debo confesar que he imaginado muchas veces esta imposible reunión de Emma, Ana y Anna en algún lugar fuera del mundo, en ese hotel de Davos Platz, muy cerca del Sanatorio Internacional Berghof, donde Thomas Mann situó el escenario de «La montaña mágica».
Tres mujeres insatisfechas e infelices, protagonistas inmortales de tres grandes novelas sobre el adulterio en el siglo XIX, se reúnen y hablan mientras toman el té. Una conversación difícil —al menos así lo he pensado siempre— llena de silencios y omisiones significativas, cuyo tema principal —además del inevitable sobre el destino adverso, común a las tres y sus respectivas desgracias— podría ser la destrucción del hombre como Don Juan, lo que podríamos llamar el Don Juan «desdonjuanizado», esa tendencia general del realismo de quitarle toda grandeza a la figura del seductor y del héroe en general. Salvo el amante de Anna Karenina —el apuesto conde Alekséi Vronski, capitán de la Caballería Real—, los maridos de la Regenta y de Emma y sus respectivos amantes, son hombres corrientes. El pobre doctor Charles Bovary es el más vulgar y anodino. El ilustrado don Víctor Quintanar, el más ingenuo en su patética beatitud.
El primer amante de Emma es Léon, pasante de notaría y estudiante de Derecho, que sueña vivir en París. Oprimido por el reducido ambiente de Yonville —igual que Emma—, Léon resiste gracias a su afición por la música y los libros. Su aventura con madame Bovary —inicialmente platónica— es una alianza de afinidades contra el clima del pueblo, dominado por la maciza figura del boticario Homais, genial personaje flaubertiano y perfecta radiografía del burgués. Rodolphe, el segundo amante, es un clásico Don Juan profesional, aristócrata y rico propietario. Conquista a Emma con facilidad y después, asustado por el amor de una mujer casada, la abandona. En gran medida, este personaje ruin será el culpable de la tragedia final.
Clarín es el novelista que más y mejor denigra al Don Juan tradicional. Álvaro Mesía, amante de Ana Ozores, seduce a la Regenta para deslumbrar a los socios del Casino, del que es presidente y jefe del partido liberal dinástico. Sus conquistas amorosas se cuentan por docenas. No se le conoce oficio, pero tiene fama de experto en Economía política. La no creencia en la virtud absoluta de la mujer es el punto básico de su filosofía. Al final, resultará un personaje despreciable y pueblerino, tan cobarde como el capitán Vrónski, que prefirió el brillo de su uniforme al amor de Anna Karenina.

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