Córdoba

Córdoba / la caza y sus gentes

Viejos tiempos

Día 10/12/2011

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-Monteamos el día 25. Ya sabes, a las nueve en la casa como siempre… Y no te retrases, que quiero soltar pronto.

Hoy, una llamada como esa de un dueño de coto, a más de alegrarnos las pajarillas, no nos produce mayor trastorno hasta que en la noche del día 24 saquemos el rifle del armero y, antes de meterlo en su funda, corramos un par de veces el cerrojo como queriendo comprobar que sigue funcionando. Luego reuniremos los demás achacales. El zurrón con las balas y todas esas cosas que no sirven casi nunca y que responden a las manías de cada montero. Y el catrecillo, la vara, los zahones…

El día de la cita se madruga aunque sólo un poquito, sin empujones. Porque, al menos por esta zona de Córdoba, las manchas están ahí mismo. Se coge el coche de campo y, en una hora, está uno en la casa de la finca dispuesto a despachar un buen plato de migas con huevos fritos. Y al monte, a gozar de las emociones de la caza mayor hasta, más o menos, las tres de la tarde en que se vuelve a la casa a reponer fuerzas con un excelente potaje. Qué dura es la vida del montero del siglo XXI.

A quienes presumen de duros hubiera yo querido verlos aceptar la invitación del barón de San Calixto allá por el último cuarto del siglo XIX. Citaba en la estación de Hornachuelos, a un tiro de piedra de la casa de Moratalla, donde paraba don Alfonso XIII para sus correrías monteras por Hornachuelos siempre apoyado en su Montero Mayor, el marqués de Viana. Y allí iban llegando todos los invitados hasta estar completados al mediodía, hora en que partían a caballo por veredas de cabras camino de San Calixto. Siete horas tardaban, que ya es una caballada. Y las rehalas con sus perreros montados y los perros acollarados detrás.

Para tener una idea cierta de la dureza del camino, baste decir que cuando Felipe II visitó Córdoba recibió a Mateo de la Fuente, fundador del monasterio del Tardón (hoy San Calixto), que fue a presentarle sus respetos. Y cuando el Rey decidió visitar el cenobio, fue disuadido por el venerable Mateo dado «lo abrupto del camino y el daño que podría hacer la visita real a la humildad de sus monjes». Eso, en una época en que lo habitual era andar por caminos de herradura.

El barón sólo daba techo. O llevabas cama o la improvisabas. Y todos encantados. Dos meses duraba la temporada que echaban, manchoneando aquellas hermosas sierras, con centro en el pequeño poblado que rodea al Monasterio. Se cobraban una o dos reses al día, si había suerte, y todos andaban tan felices.

Estas aventuras venatorias que contaba Manuel Lafuente, en 1928, en la Revista Cinegética Ilustrada dan clara idea de cómo la montería siempre ha sido mucho más que cobrar reses. Ha sido una manera de vivir la sierra, de convivir con los amigos, de recuperar el contacto con la tierra desde la cápsula social de la ciudad. Porque todas aquellas noches a orillas de la lumbre daban mucho de sí: narraciones de lances y sucedidos, memorias de los viejos camaradas, bromas y dicharachos envueltos en un clima de amistad que permanecía para siempre. Porque, además, las amistades trabadas en la sierra tenían su continuación en peñas, casinos y mentideros a lo largo de todo el año. El fuego sagrado de la afición es algo que procura mantener encendido cualquier buen montero a lo largo de los interminables meses que median entre temporada y temporada. Y es que esto de la montería imprime carácter.

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