Es uno de nuestros jóvenes valores. Un artista en estado de ebullición. Un pintor con la cabeza llena de ideas. La última, un singular ensamblaje con Juan Serrano que está a punto de ver la luz
Día 18/03/2012
PINTOR
LA escena es la siguiente: el entrevistado se somete a las sugerencias del fotógrafo para el reportaje gráfico. Está sentado en una silla de enea en una esquina de su estudio. Se le propone que se siente a horcajadas apoyando los brazos sobre el respaldo. Pero a Miguel Gómez Losada no le gusta esa postura. No se siente cómodo. «No me saque usted de la zona de confort», señala con una pizca de ironía. La zona de confort. Un término muy zen para un joven pintor que tiene en su biblioteca un puñado de libros sobre budismo y espiritualidad. Ya a su padre, el reputado pintor Marcial Gómez, le fascinaban los universos del más allá, según nos confiesa nada más arrancar la grabadora.
—Usted lo ha heredado.
—Bueno: soy creyente. Soy una persona espiritual. Pero sin necesidad de gestores que me digan cómo debo creer.
—¿Qué es una persona espiritual?
—Una persona que siente que hay algo más de lo que se toca o de lo que se oye. Algo que está por nombrar, pero que explica muchas cosas.
—¿Por ejemplo?
—El sentimiento amoroso. No sé de dónde viene. Lo tengo sin necesidad de que haya una persona que me lo despierte. Lo tengo por mí mismo.
—Es usted poco racionalista.
—Luego, soy muy de tierra. Tengo esa dualidad. Me molesta que vengan determinados señores a gobernar mi espiritualidad. Ni catolicismo ni nada. Intento coger lo mejor de todo para encontrar respuestas.
—¿Y ha encontrado muchas?
—Ahí vamos. No tengo ansiedad por encontrarlas. Ahora estoy leyendo un tío que se llama Richard Matthews. Leo sobre budismo, cuentos orientales e intento sacar conclusiones. Pero con naturalidad, sin fervor.
Miguel Gómez Losada destila sosiego. En sus gestos, en su saludo, en su forma de vivir Córdoba. Se le puede ver sentado en una taberna, paseando por el Casco Histórico o derramando arte por las redes sociales. Pero siempre metido en todos los charcos culturales que se le ponen por delante. Quizás porque la pintura le vino por conducto sanguíneo desde que abrió los ojos. Su padre fue pintor y él no lo dudó ni un instante. De manera que siguió el camino trazado: se matriculó en Bellas Artes y llamó a decenas de galerías con sus trabajos debajo del brazo. —Siendo hijo de pintor, ¿tenía ya las cartas marcadas?
—No. Se lo debo a mi madre. Es la sentimental de la casa y su emocionalidad está con las cartas boca arriba. Le he salido a mi madre con las herramientas de mi padre.
—Nunca dudó.
—No. Gané un concurso de poesía en bachillerato y me planteé si lo mío era escribir. Pero luego me di cuenta de que todo nacía del mismo sitio. Cogí la pintura porque me gusta mirar.
—¿Qué le dijo su padre?
—Era muy exigente conmigo. Mucho. De hecho, durante años yo pintaba para encontrar su aprobación.
—¿La encontró?
—En el año 95 hice una exposición y mi padre le dijo a mi madre: «Rosa, no te preocupes, que este niño va para adelante».
—Y respiró aliviado.
—Claro. Yo lo pasé mal en la primera etapa pero luego se lo agradezco: estaba haciendo músculo para resistir la vida en el arte. A los treinta es muy fácil ser artista. Todo el mundo toca la batería y escribe algún relato. Pero para que el arte te acompañe toda la vida tienes que ser una especie de atleta de maratón. Ese entrenamiento se lo debo a mi padre.
—¿Qué hace falta para sobrevivir en ese mundo?
—Hay que ser austero. Eso tiene muchos beneficios: ahora en la crisis no me he tenido que quitar de nada. Ya me había quitado de todo.
En 1993 se fue a Madrid con un puñado de lienzos enrollados en una guita. Iba de galería en galería, entraba y le decía al responsable: «¿Podría salir para ver un cuadro, por favor?». Así se abrió paso en el selvático mundo del arte. Hoy tiene una extensa biografía de exposiciones colectivas e individuales. Lo último, el mural de la Facultad de Letras. Lo próximo: su trabajo al alimón con Juan Serrano.
—¿Un artista pinta para buscar reconocimiento?
—Pintar es una forma de hablar y no me imagino hablando en el desierto. O hablándole a una pared. No voy a fingir que soy un artista en la cabaña que pinta para él solo. Necesito de la gente. Basta ya de disimulos.
—¿Duda?
—Sí. Soy muy exigente. No me conformo con lo primero que me sale.
—¿Y sabe qué busca?
—Sí. Yo tengo un tono y voy buscando hasta que lo que hago encaja con una pieza del puzzle. Ahora estoy pintando escenas de personas que están esperando.
—¿Usted qué espera?
—Yo estoy aquí para ser feliz. No quiero otra cosa.
—¿Para eso nacemos?
—Sí. En el mundo hay una acumulación de malos comportamientos que nos tragamos todos los días. Si tienes buenos actos se te devuelven en felicidad. Ése es el camino que quiero coger para encontrar esa especie de alegría serena. Ausencia de sufrimiento.
—No ha encontrado la paz.
—Estoy en ello. Soy una persona pacífica y serena y no me suelo poner nervioso. Pero mi aprendizaje no ha hecho nada más que empezar.
—Usted ha dicho: «Cuanto más horror veo fuera más necesidad tengo de buscar la belleza en la pintura».
—Sí. Hay gente mala y mucho egoísmo. Mucha incapacidad de ponerse en el lugar del otro.
—El egoísmo es una patología muy de artista.
—La sociedad requiere de él que sea un individuo especial. Se le pone en un podio y así es difícil mirar a los demás a la misma altura.
—¿El arte es un refugio?
—Es algo que te inmuniza. Quien no imprime entusiasmo en lo que hace, su satisfacción interior depende de si lo quieren o no lo quieren. Y eso es una zona de riesgo.
—¿Por qué los bosques?
—Al principio, los pintaba casi por inercia. Porque aprendí de mi padre que se podía pintar la naturaleza. Era casi un código familiar. Luego he pensado que la naturaleza es una anestesia contra el dolor. Pintar un árbol es pintar un ser benévolo, que no tiene capacidad de hacer mal.
—¿Un creador es un hombre en fuga?
—Es un hombre que no se conforma con lo que hay.
—Usted no se conforma.
—No. Yo quiero mucho más amor. Para qué lo vamos a llamar de otra manera. Pero amor en todas sus variantes.
—¿Y qué es el amor?
—Un estado de alegría por las personas. Se da con tu familia, con la pareja, con tus amigos. Es un bien escaso.
—¿El artista es un animal solitario?
—A mí me encanta la gente. Es lo que me hace levantarme todos los días. Saber que tengo afinidad, que hay posibilidad de alegría.
—¿Tiene antídoto contra la apatía?
—Siempre me ha gustado jugar. Y en el juego no hay apatía. En Córdoba hay un gusto por quitarle importancia a las cosas que tienen mérito. Lo que se hace bien no se valora. Y si no le das mérito a las cosas, pierdes estímulo.
—¿Qué queda de 2016?
—La Capitalidad 2016 nos ha puesto a cero. Sin todo ese tipo de subvenciones, becas o ayudas. Nos está dando una oportunidad para crecer adecuadamente y sin vicios culturales.
—¿Qué le da Córdoba que no le den otras ciudades?
—Mi experiencia sentimental en la ciudad. Salamanca o Toledo son preciosas. Pero donde tengo la mayor acumulación de sentimientos es aquí.
—Se ha declarado objetor de las nuevas tecnologías. Usted dirá por qué.
—No exactamente. Las redes sociales están influyendo en la relación corpórea. Te desarrollas digitalmente con las personas. Y no somos seres digitales: necesitamos la voz y la caricia.
—¿Con qué sueña?
—Con hacer una obra completa. Y que eso me brinde una relación completa con las personas.