Examinado en crudo, su currículo podría levantar muchas ampollas. Por ejemplo: con ocho años de edad su padre le enseñó a coger una copa de vino. Con diez, ya distinguía toda la gama de sabores de la bodega familiar. Y con doce, gestionaba un lagar. Pero, aunque lo parezca, no nos encontramos ante un bebedor desaforado sino ante uno de los expertos en fino más reputados del país. Podríamos decir que la suya es la historia de un hombre pegado a una botella. «A un buen vino», nos corrige López Alejandre, siempre meticuloso en el empleo adecuado del lenguaje cuando se trata de un asunto tan escurridizo.
—Entre Apolo y Baco, usted le ha puesto una velita al dios del exceso.
—Del exceso no. Baco bebía con moderación.
—Nietzche no decía lo mismo.
—Pero Nietzche era muy pesimista. Y muy triste. Los vinos alemanes eran malos y le darían dolor de estómago.
—Apolo representa el orden y Baco, la alegría de vivir.
—Sí, pero una cosa es la alegría de vivir y otra el abuso. Ya lo decía Marañón: el vino es la mejor manera de combatir el tedio vital.
—Deducimos, por tanto, que el vino es un gran curativo.
—Es un microcosmos de componentes. Tiene taninos, levadura de flor, antocianos. Es un producto magnífico, siempre que se tome con moderación. Lo que no puedes es pasarte de la ralla.
—Difícil asunto.
—Hay que mirar el reloj y a las tres estar en casa.
—¿Usted cumple con el reloj?
—Yo sí. Aunque hay que reconocer que algún día se te escapa algo.
Sea como fuere, López Alejandre (Constantina, 1946) se crió en una bodega familiar en su pueblo natal. El estigma venía de largo. Su padre fue bodeguero, su abuelo fue bodeguero, su bisabuelo fue bodeguero. «Tengo la mitad sangre y la mitad vino», proclama a modo de presentación. Y vista su hoja de servicios quizás sea literalmente verdad. En sus primeros recuerdos se veía limpiando botellas, poniendo tapones y estampando etiquetas. Una formación práctica en enología que se vio reforzada también en el plano académico. A los doce años se matriculó en el bachiller laboral especialidad en Viticultura. Y de ahí pasó a la Escuela de la Vid en Madrid, donde estudió durante dos años Viticultura, Enología y Vinagrería. Remató su formidable formación matriculado en Dirección de Empresas Agrarias en Valladolid.
Desde entonces, no ha parado de hacer máster y dar decenas de cursos especializados. Hasta que en 1972 aprobó unas oposiciones al Consejo Regulador Montilla-Moriles y se incorporó al Servicio de Inspección, primero, y a la Secretaría General, en 1977. Lleva, por tanto, nada menos que 34 años al frente del puesto técnico de mayor rango del Consejo. Y conoce el mundo del vino cordobés como la palma de su mano. En su discurso, desfila un profundo conocimiento técnico, pero también sanitario y cultural de un producto milenario.
—¿Es partidario de la embriaguez?
—No. Mi padre decía: «A mí me gusta estar entre Pinto y Valdemoro. Con una copa que me dé alegría y no tristeza».
—Un equilibrio difícil de sostener.
—Una de las cosas que más me han criticado ha sido la Cata. Con un delegado de Salud tuve muchos problemas porque decía que la gente se emborrachaba. Pero no hay borrachos en la Cata. Y ahí están los partes sanitarios. Hay golpes de calor, hipoglucemias, pero borrachos no.
—¿Qué le seduce del vino?
—La complejidad. Y la singularidad. Cada vino es un mundo. Tú abres tres botellas de vino de la misma marca y cosecha y son tres vinos distintos. El vino es un ser vivo que coge su camino. Un tema apasionante.
—¿De qué nos alivian las tabernas?
—Es el punto de reunión más antiguo del hombre. Ahí se ganan los partidos de fútbol, se dan golpes de Estado, se matan los toros más grandes. O sea, se cuentan los embustes mayores del mundo. Y te relajas. En los ochenta entró la furia del escay y del acero inoxidable, y empezaron a desaparecer tabernas. Con Herminio Trigo y Pepe Villegas, que era muy aficionado, empezamos a editar folletos y a hacer cosas por las tabernas. Y hemos logrado darle la vuelta a la tortilla.
—Sin tabernas el mundo es otra cosa.
—Ya lo decía Antonio Gala: «Qué triste sería una juventud sin tabernas».
—Aunque parece un mundo amenazado.
—En Córdoba no. Es un referente a nivel nacional. Vicente Núñez, en la taberna de El Tuta, conservaba su velador y su silla de madera. Lo demás era todo de escay y acero.
—¿Cómo nos defendemos del imperio del tinto?
—El tinto se catapulta por una campaña francesa. Desde Burdeos a Alsacia hay un corredor consumidor de tinto pero también de grasas animales. Sin embargo, el colesterol es muy bajo. Ellos dicen que el tinto ayuda a combatir enfermedades, sobre todo por el resveratrol. Y me parece absolutamente correcto. Pero el fino, que es andaluz, tiene una serie de propiedades que vamos a demostrar de forma fehaciente.
—En Montilla-Moriles ya se produce mucho tinto. No me diga que esto no es un caso claro de adulterio.
—El cronista de Montilla me ha dado mucha documentación sobre partidas de tinto en el siglo XVI. Felipe IV ya bebía tinto de Lucena. Es un fenómeno pendular. Las tierras blancas producen vino de calidad. Y las bodegas aprovechan el mercado. No hay problema.
—Decía Omar Jayyam que si los amantes del vino y del amor van al infierno, el paraíso se quedará vacío.
—Totalmente de acuerdo. Jayyam era un gran poeta. Y la presencia musulmana en Córdoba es la época que ha dado mayor belleza al mundo del vino.
—Por cierto, el señor Jayyam debía ser un insigne pecador. En el islam está prohibido el alcohol.
—Pero inventan la bula. Ibas al médico, le decías que tenías el estómago mal y te mandaban una cuartilla de vino al día.
—Un 6% de la población adulta tiene problemas con el alcohol. ¿Qué le dice el dato?
—Esos problemas no están derivados del vino. ¿Quién bebe? Quien va a una discoteca por la noche y está a base de destilados hasta las seis de la mañana.
—Desde luego, Alcohólicos Anónimos no le estará preparando un homenaje.
—Ya le digo: alcoholismo y vino no están unidos.
—Las ventas dicen que el vino de Montilla es un enfermo que necesita cuidados intensivos.
—En primer lugar, es una auténtica maravilla. Una joya enológica singular. Ahora bien: el sector del vino está muy afectado en España. Tintos, blancos y, por supuesto, los vinos del Guadalquivir. Sin embargo, estamos manteniendo nuestro «mercadito». La exportación se está animando. Y el mercado nacional hay que reconquistarlo.
—¿La vida es un mal trago?
—Vuelvo a citar a Marañón: para combatir ese mal trago tenemos al vino.
—Por cierto, observando lo que pasa en el planeta, ¿diría usted que nos dirigimos al apocalipsis?
—No creo que sea la cosa tan trágica. Yo siempre quiero ver el vaso medio lleno.
—Si lo viera medio vacío no sería usted secretario del Consejo.
—Posiblemente estaría colocado en una funeraria.
No es el caso. Este apasionado defensor del vino de la tierra trufa su discurso de agudo sentido del humor. Y remata la entrevista con ABC como debe ser: con un par de copas de fino en la taberna de guardia.