SI usted busca en la fotografía el reflejo exacto de la realidad que le rodea, le anticipo que no está ante la persona adecuada. El trabajo de Lola Araque cabalga entre la vigilia y el sueño. Y no a partes precisamente iguales. Observe alguna de sus obras y verá un mundo distinto al que se ve por la mirilla de un objetivo. Quizás por eso sus fotografías han merecido el reconocimiento del gremio y un buen puñado de premios especializados.
—¿Qué busca?
—La imagen que tengo en la cabeza.
—¿Y qué tiene en su cabeza?
—Busco comunicarme. Y comprender cómo somos. De dónde sale lo que sentimos.
No sabemos si habrá resuelto su enigma, pero sí que nació en Montalbán en 1963 en una familia de agricultores, que se ganaban la vida alquilando tierra para sembrar melones. Con tres años cambió su residencia a Córdoba y con 23 se apuntó a un curso de fotografía de la Casa de la Juventud. Hasta ahí todo muy previsible. Con la salvedad de que entró en el mundo de la imagen y ya no pudo salir jamás. «Me apasionó la fotografía. Yo no había pensado nunca que se pudiera vivir de lo que te gusta». Pero así fue.
Desde el primer instante, buscó darle la vuelta a la técnica. Experimentar con la química e invertir el proceso de la imagen. Nada hay de convencional en su trabajo, dominado por la fotocomposición. «Me ha gustado componer. No es que no me agrade la realidad tal cual, pero prefiero recrearla. He hecho mis propios químicos, he blanqueado las imágenes y les he aplicado el viraje (proceso de transformación al sepia) donde me apetecía».
—Ha jugado usted a inventar.
—Yo no diría eso. Para mí, la fotografía no es el fin. Me interesa el proceso de cambio de la imagen. La perfección formal no me interesa. Tengo influencia pictórica y mis trabajos pueden tener aspecto de grabados.
—¿La fotografía le da respuestas?
—Yo hago lo que siento. Tengo miles de fotos pero las archivo. Las utilizo luego para hablar de la soledad o de la huella que dejan los seres humanos cuando se van de los sitios.
—Lo primero, la emoción.
—Sí. Pero también la reflexión. Suelo ampliar mi trabajo escribiendo. Son dos caminos que se complementan.
Su primer trabajo remunerado, con todo, vino por la vía del reportaje de bodas. Un clásico dentro del gremio. En una ciudad como ésta, no hay demasiado donde elegir y hay que prepararse para pisar todo tipo de terreno. Trabajó 2 años como fotoperiodista y luego se metió de lleno en el mundo de la publicidad. Desde 1992 tiene estudio propio.
—¿Uno se siente mercenario cuando entra en ese territorio?
—Lo he pensado mucho, pero yo no me he sentido nunca así. Quizás porque trato de respetar lo que me piden. El cliente manda. Y si no existieran clientes, no podría trabajar.
—En ese tipo de trabajos, ¿qué parte de Lola Araque pone usted?
—Hay, sobre todo, entrega. Yo le acabo sacando el gusto a todo. Lo mismo retrato un tomate que una fábrica de pescado.
Se reconoce anárquica en su proceso de creación. Pero desde 2004 se ha vuelto más disciplinada. Se levanta a las 7 de la mañana y sale a soltar las piernas con la bicicleta. Luego regresa a casa, se ducha y se mete en el estudio. Ahora está en plena fase de tránsito. Ha vuelto a coger el lápiz y quiere integrar el dibujo en la fotografía. En el salón de casa, habitan las paredes instantáneas suyas ampliadas. Detrás del sofá, hay un enjambre de edificios de Madrid compuesto por varias imágenes. «Podría ser cualquier ciudad. Ya me han dicho que provoca una sensación desoladora. No soy consciente de eso cuando trabajo. Fontana decía que los fotógrafos que se dedican al blanco y negro son unos cobardes. Es posible. Pero a mí me gustan los colores desvaídos. Creo que tienen que ver más con lo que somos la mayoría. Aunque habrá por ahí gente feliz, supongo»
—Usted no se considera feliz.
—Con todo lo que le estoy contando, ¿qué le parece?
—¿Un fotógrafo ve cosas que no vemos los demás?
—Todos vemos cosas diferentes. Se trata de ser una persona observadora. No de ser fotógrafo. Usted es periodista y verá cosas que otros no ven.
—¿Usted qué retrata: el mundo exterior o lo que lleva dentro?
—En principio, veo el mundo exterior. Pero luego lo filtro todo. No sé quién decía que la fotografía puede mentir sobre lo que se fotografía pero nunca sobre la persona que hace la foto. Eso es una genialidad.
—¿Qué hay de onírico en su obra?
—Muchísimo.
—¿Sueña?
—Sí, pero últimamente ya no recuerdo lo que sueño. Será la edad. Sueño despierta. Cosas que quiero hacer.
—¿Con qué sueña?
—Con muchas cosas: montar en parapente, vivir en Nueva York, ser libre.
—¿No es libre?
—Yo creo que no.
—¿Qué le ata?
—Empezando por la situación económica. Las limitaciones de las hipotecas, las responsabilidades.
—Es una devota de la fotocomposición. ¿La realidad le aburre?
—Supongo que sí. Necesito estímulos y si no puedes viajar demasiado, esto me da la oportunidad de componer otra imagen diferente de la realidad.
—Si la fotografía es el espejo del alma de un fotógrafo. ¿Qué hay en el alma de Lola Araque?
—Ahora estoy en tránsito.
—Es usted un cerebro en ebullición.
—La verdad es que no paro. No tengo un momento de paz. Por eso le digo que no me siento feliz. A veces creo que pierdo la capacidad de disfrutar de tantos retos que me pongo.
—La paz es la muerte del artista.
—Por un lado, pienso que si una persona está tranquila puede crear; pero por otro que no recibe tantos estímulos. No sé la respuesta.
—Dice usted que la poesía «preforma la materia de otro modo». ¿Qué hay detrás de las cosas?
—Las personas que las piensan. Los sentimientos que tenemos. Los recuerdos, la memoria. Perder la memoria es perder la vida.
—También dice que «La poesía es la manera más firme de abrazar lo infinito». ¿Qué queda de inmutable?
—En la vida no hay nada eterno, pero hay esencias de nosotros que no cambian nunca. Algo que es bello te conmueve siempre.
—En este mundo de rentabilidades variables, ¿para qué sirve el arte?
—Para salvarnos. Si no tenemos ese escape, ¿qué tenemos? Las hipotecas nos atan a la vida y el arte nos da alas. Nos deja soñar.
—¿Córdoba se mueve?
—Hay gente muy buena haciendo cosas muy interesantes, pero la ciudad está herida de muerte.
—¿Nos sobra autoflagelación y nos falta autoestima?
—Nos compadecemos mucho, quizás.
—¿Le ha tentado el exilio?
—Si pudiera, me iría a Nueva York.
—¿Por qué a Nueva York?
—¿Quizás porque he visto muchas películas de chica? (risas).
—¿Qué busca en el retrato?
—En Cosmopoética buscaba destacar la personalidad, la autenticidad de cada poeta. Cuando retrato intento conocer a la persona. Reflejar lo que creo que es. No me gusta robar fotos.
—En el instante robado hay más naturalidad.
—Para mí, el hecho de robar una imagen no representa un reto importante. No me siento cómoda. No me gustaría que me hicieran fotos sin permiso. Prefiero la complicidad.
—¿Qué le seduce más: las cosas o los seres humanos?
—Me cuesta acceder a las personas. De entrada, me siento retraída. Lo que me interesa es la huella, el rastro vital del ser humano. Los espacios deshabitados. Donde se ha vivido y ya no se vive. Uno de los sitios más impactantes que he hecho ha sido la antigua cárcel antes de su demolición.
—¿Y qué vio en esas fotos?
—Mucha soledad. Mucha intensidad. Muchas ganas de salir de allí.
—También ha dicho usted que «la estética no es el fin ni el medio». ¿Qué es entonces?
—Tenemos unos cánones de belleza muy estereotipados. Estamos todavía con la belleza griega. Volvemos a la tiranía de esos cánones. Y yo encuentro belleza en otros sitios.
—¿Con qué mundo sueña?
—Desde luego, con un mundo mejor.