UN diplomático es, por encima de todo, un señor muy diplomático. Un tipo que llega a la hora pactada, que te trata con aseada cortesía, que se presta a la sesión fotográfica con educada paciencia y que no deja ninguna respuesta en blanco. Aunque la pregunta sea torpemente diplomática. Pues bien: Juan Leña Casas se ha tirado media vida sirviendo a los intereses de España en países esenciales del mundo contemporáneo. Ha sido embajador en Japón, en Argelia, en Corea del Sur y también en China, cuando el gigante asiático se desperezaba de la tragedia de Tiananmen y se encaminaba a convertirse en la nueva potencia del siglo XXI. Por eso, seguramente, este egabrense ejemplar conoce alguna de las claves fundamentales de nuestro tiempo. Que desgrana, como es natural, con impecable sentido de la cautela. O sea, de la diplomacia.
—Para ser embajador hay que ser un señor muy diplomático.
—Hay que tener discreción, prudencia, sentido de la oportunidad, la confianza del Gobierno y ser riguroso y estricto en el cumplimiento de las instrucciones que reciba.
Ahí es nada. Un conjunto de virtudes que nuestro entrevistado parece cumplir sobradamente, a tenor de su excepcional hoja de servicios. Juan Leña Casas (Cabra, 1940), hijo de médico, disfrutó de la infancia apacible de aquellos años y estudió bachiller en Córdoba, de la mano de los Salesianos, que por aquel entonces dispensaban una enseñanza basada en el rigor y en la disciplina, casi con un toque «militar», en sus propias palabras. Luego se matriculó en Derecho por la Universidad de Valladolidad y se decidió por la carrera diplomática, animado por algunas lecturas, la pasión por los viajes y la sugerencia de sus amigos. «España era un país aislado y no era nada fácil salir al extranjero. Mi primer viaje fue a París, con 18 años, el verano en que ganó el Tour Bahamontes, con un gregario curiosamente de Cabra llamado José Gómez del Moral».
Pero su primer destino fue Holanda, uno de los países más libres y abiertos de Europa, a años luz de aquella España pacata y gris de finales de los sesenta. «Desde allí viví la Transición, que fue un acontecimiento extraordinariamente importante y positivo para España». Su interés profesional se encontraba, sin embargo, a miles de kilómetros de La Haya, en el Extremo Oriente, donde finalmente forjó el núcleo fundamental de su carrera. «Son sociedades muy interesantes, integradas, dinámicas, cohesionadas y dominadas por las ideas confucianas de jerarquía, orden, disciplina y respeto».
—¿La guerra es la continuación de la diplomacia por otros medios?
—En ocasiones ha sido así a lo largo de la historia. Hay otra frase en la misma línea: «Si quieres la paz prepara la guerra». Los países deben de contar con capacidad disuasoria. Pero lógicamente la guerra es el mayor de los males.
—Es el fracaso de la diplomacia.
—Sin duda. Pero las guerras han cambiado mucho. Antes eran entre estados y hoy tienen un componente de lucha civil considerable.
—¿La diplomacia está más cerca de la impostación o de la cortesía?
—La cortesía siempre debe presidir la actuación diplomática, pero no impide hablar con claridad. Una cosa que ha hecho mucho daño en las relaciones internacionales es la ambigüedad, que genera expectativas falsas y conduce a los cálculos erróneos. La franqueza no es contraria a unas buenas relaciones amistosas.
—¿Un diplomático sabe más de lo que puede decir?
—En ocasiones sí, en ocasiones no. A veces los diplomáticos no están al tanto de lo que su Gobierno hace. Antes era el único actor capaz de portar el mensaje de su Gobierno. Hoy eso ha cambiado mucho: los jefes de Estado hablan por teléfono, los ministros hablan por teléfono y el embajador es «puenteado» con toda lógica.
—¿Hacia dónde camina el mundo?
—Es muy difícil de saber. Esperemos que camine en la buena dirección. Primero, en erradicar las desigualdades y la pobreza del mundo, lo cual, sin duda, conducirá a que haya menos conflictos.
—Usted ha sido embajador en China, Japón y Corea. ¿El futuro viene del este?
—En parte, sin duda. Los países de Asia tienen una enorme importancia. También está la India, una economía potente con más de mil millones de habitantes. O Corea y Japón, con muchos recursos y capacidad de innovación. Y los países emergentes, como Suráfrica y Brasil. Una de las cosas del siglo XXI es la emergencia de nuevos centros de poder y el descenso de los clásicos: EE.UU. tendrá menos peso y Europa, si se dota de mayor cohesión interna y objetivos claros, tiene todas las cartas de ser un espacio importante.
—¿Nos recomienda que vayamos aprendiendo chino?
—No es necesario. Pero es verdad que es una lengua importante: 1.300 millones de personas la hablan y el mandarín es ya lengua oficial de la ONU.
—¿Qué es lo que nos hace iguales?
—Tenemos aspiraciones comunes: al bienestar, a la felicidad, a parcelas de libertad. Hay que favorecer las sociedades donde esas aspiraciones se puedan conseguir y luchar contra las sociedades que no sean capaces de proporcionarlas o que claramente lo impiden. Como Libia.
En su dilatada biografía figura, cómo no, un episodio con el coronel Gadafi. Fue a finales de los ochenta, cuando en compañía del entonces ministro Fernández Ordóñez iban a ser recibidos en Trípoli por el extravagante mandatario. Después de un día entero de espera, la delegación española fue conducida a Bengasi en avión y guiada hasta un lugar indeterminado, donde el dictador les propinó una de sus legendarias peroratas flanqueado por sus ya míticas amazonas. El rocambolesco viaje concluyó en un accidente de tráfico cuando el chófer que los conducía al aeropuerto se perdió de la comitiva oficial.
—¿Qué hay tras la primavera árabe?
—Sin duda, una voluntad de cambio. Otra cosa es quién la vaya a capitalizar.
—¿Un embajador es un señor que va a muchos cócteles?
—En un país con cien embajadas, por ejemplo, hay cien fiestas nacionales y, por tanto, cien cócteles a los que tienes que asistir. Los cócteles, digámoslo claro, son una pesadez. Pero no tienes más remedio que asistir.
—¿Qué país le deslumbró?
—Probablemente la India. Es un país extraordinario, con inmensas bolsas de pobreza y también de tecnología punta. Pero es una democracia y un país de diálogo. Te impacta por esa mezcla de tradición que, a primera vista, es negativa pero aceptada.
—¿Choque o Alianza de Civilizaciones?
—Más que alianza sería cooperación pacífica entre los distintos espacios religiosos y culturales. En todo caso, entre choque y alianza siempre alianza.
—¿Qué encontró en el mundo que no encontrara en Cabra?
—Muchas cosas. Pero una de las cosas que da idea del cambio profundo de España es que hoy en un pueblo como éste encuentras casi lo mismo que en la ciudad.
—¿Se lleva muchos secretos de Estado a la jubilación?
—Pues no. Pero la jubilación, si se llega con salud, es un estado magnífico. Perfecto.



