¿Qué hay detrás del trazo al óleo de un cuadro? Cualquiera sabe. Ésta es la cuestión impenetrable de una obra. Un fragmento de arte que cobra vida propia y guarda enigmas inescrutables. Si usted, por ejemplo, le hace ver a Juan Luque que hay una soledad devastadora en su obra, el pintor le devolverá la pelota y le dirá lo siguiente:
—Si usted la ve, debe de haberla.
—¿Usted no la ve?
—Sí. Hay un huir intencionadamente de la referencia humana. Hay algún cuadro con personajes, que quiero que tengan una intención.
—Son personajes casi sin vida.
—Personajes que entran, que salen, que desaparecen, que abandonan, que están solos. La soledad es hermosa. Proporciona paz. Alguien tiene que hablar de soledad.
En efecto: alguien tiene que hablar de soledad. Y en los cuadros de este pintor montillano, plagados de faros desolados y carpas de circo inanimadas, hay un inequívoco latido de soledad. ¿Por qué? Eso nadie lo sabe. Como nadie sabe la razón por la que Juan Luque empuñó un día el lápiz y empezó a dibujar. Su biografía dice que su padre era un rotulista solvente y su hermana estudiante en Bellas Artes. ¿Eso es determinante? El pintor montillano no está seguro de esa ecuación. «Tengo dos hijos y ninguno ha puesto interés en la pintura. En mi caso sí fue determinante: una vía de salida para canalizar ciertas cosas que yo quería contar».
—¿Qué cosas quería contar?
—En aquellos momentos, de adolescente, me interesaba hablar de sentimientos, sueños, espacios, muchas cosas que sentía. Luego entré en Bellas Artes y vi a mucha gente que se parecía a mí. Hasta entonces, en el instituto, me sentía un personaje un poco extraño por las cosas que yo quería hacer y las que querían hacer los demás.
—Su padre le dio una herramienta de expresión.
—Lo que sí consiguió es que lo viese como algo habitual. Lo veía dibujar en casa y yo intentaba hacer dibujos como mi padre. Había libros y yo veía con él ilustraciones de «Las mil y una noches», que me gustaban mucho.
—¿Qué se aprende en Bellas Artes?
—Lo que estés dispuesto a aprender y lo que los demás estén dispuestos a enseñarte. Si quieres trabajar, trabajas mucho. Te dan las herramientas, las claves, y yo sentí mucha libertad para hacer cosas.
—¿Trabajo o intuición?
—Hay una predisposición innata hacia las artes. Hacia contar cosas. Y eso tiene que estar acompañado de una capacidad de trabajo, de disciplina.
Galería de Londres
Nada más terminar la carrera de Bellas Artes empezó a trabajar para la galería sevillana Marta Moore. Desde entonces no ha parado. Ha expuesto en Córdoba, Valencia, Madrid, Santander, Málaga y, más recientemente, en Londres, con cuya capital mantiene una relación estable a través de la galería Lucy B. Campbell. Paralelamente es profesor de secundaria en Montilla, lo que le permite mantener un vínculo con la pintura libre de las urgencias del mercado. Juan Luque se reconoce como una persona metódica y disciplinada. «Procuro meterme en el estudio y trabajar tranquilamente. A mi ritmo. No son jornadas largas. Prefiero ir con las cosas claras a estar seis horas y acabar agotado. El proceso creativo no me produce angustia. Yo disfruto en el estudio».
—¿Quién es Juan Luque?
—Un pintor que intenta hacer bien su trabajo. Que es feliz pintando y que se siente afortunado de hacer lo que hace. Con eso ya es suficiente.
—Usted ha escrito sobre su obra: «El silencio, la soledad, la luz, el dolor y sus consecuencias». ¿Qué consecuencias?
—A la gente le interesa saber por qué pintas faros o carpas de circo. Debo decir que el hilo conductor es la respuesta emocional que te provoca verlos.
—¿Hay dolor en su pintura?
—No lo sé. Tendrá que comentarlo el público que lo ve. Dentro del proceso creativo convives con muchos sentimientos. Pintar y vivir es lo mismo. Vives y pintas.
—El escritor colombiano García Márquez dice que escribe para que lo quieran. ¿Para qué pinta usted?
—Porque me hace feliz. Disfruto pintando. Aunque, a veces, cuando pintas no estás feliz. El acontecimiento de la pintura me gusta.
Desde noviembre expone en la Galería Carmen del Campo una serie de óleos bajo el título genérico de «Where I end and you begin», cuyo enunciado toma prestado de una canción del grupo británico Radiohead, una de sus bandas de cabecera. La entrevista tiene lugar en una cafetería cerca de la sala. Nada más llegar a la galería, ya le espera una familia que acaba de decantarse por una de sus obras.
—Exponerse delante de la gente, ¿le causa pudor?
—Quizás no pudor: miedo. Echas una serie de vivencias, de momentos, que sacas fuera y sientes un poco de miedo, sí. Luego te das cuenta de que nosotros nos vamos a ir y esos cuadros se van a quedar. Habrá muchos arañazos, muchas cicatrices de momentos que yo hice. Es muy emocionante.
—No hay olivos ni viñedos en el paisaje de un pintor de Montilla.
—No es un paisaje local. Miro hacia adentro y busco otros paisajes. Quizás porque lo que no tenemos es lo que nos mueve.
—¿El paisaje del artista es siempre interior?
—Hasta cierto punto siempre es una mirada interior. Pintar es vivir. Pintas un paisaje y se produce un flujo entre lo que tú eres y los colores, las texturas.
—¿Por qué los faros?
—Hay algunos iconos que son recurrentes. Los faros son un encuentro. Los he visto en revistas y libros y pienso en ellos como elemento simbólico: una luz, algo que te guía, que resiste. Arquitectónicamente son muy hermosos.
—Dijo un artista que el arte se hace con la cabeza, no con las manos. ¿Lo certifica?
—Totalmente. Lo suscribo. Tienes que tener una lucidez en tu discurso como artista hagas lo que hagas.
—¿Le ponen los cenáculos?
—No. No siento pertenecer a ningún grupo. Procuro ser independiente.
—El artista suele ser un animal que caza en solitario.
—Hay determinadas propuestas que no se entenderían si no fueran en solitario. Aunque hay otras que se hacen conjuntamente.
—¿Qué puede llegar a transformar la cultura?
—El hombre, en un momento determinado, se paró, reflexionó y dijo: «No vamos a mirar tanto a Dios y vamos a mirar al hombre». En eso tuvo que ver el arte.
—¿Qué se perdió con la Capitalidad?
—Muchas cosas. Espero que no se haya perdido la ilusión.