En aquella ficción de cartón piedra, la euforia nos llevó a devaluar el euro, asimilándolo a los veinte duros de antaño
Día 18/04/2012 - 09.13h
Desde hace una década España, es decir los españoles, pertenece a un club considerado selecto, aunque ahora menos. Me refiero al llamado club del euro. Nos sentíamos orgullos —me refiero a la mayoría porque también aquí hay euroescépticos— de nuestra nueva moneda. En cierto modo, nos sentíamos más europeos y tenía indudables ventajas. Establecido como moneda contante y sonante -durante años sólo fue unidad de cuenta-, el euro llegó cuando estábamos enloquecidos por el consumo, algo propio de los nuevos ricos que creíamos ser. Viajábamos por media Europa sin tener que cambiar de moneda, como teníamos que hacer con las humildes pesetas. Nos sentíamos poderosos, como los americanos con sus dólares. Eran tiempos de continuos viajes al extranjero, incluidas las antípodas: Tailandia, Japón, un crucero por el mar de la China... También Nueva York, que estaba muy barato, y... Punta Cana.
Recuerdo haber preguntado: —¿Adónde vas a pasar las vacaciones?
—A Ulan Bator —me contestaron como si Mongolia estuviera a la vuelta de la esquina. Con la misma naturalidad con que se dice que se va a Granada a ver la Alhambra o a Madrid, al museo del Prado.
En tan exóticos lugares no funcionaba el euro, pero el cambio resultaba fácil y cotizaba por encima del dólar, a 166Ž86 pesetas.
Eran años de bonanza y estábamos convencidos de que podíamos permitírnoslo todo. ¡Hasta viajar a Ulan Bator como si fuéramos a la tienda de al lado! Era lo natural, también lo creía Zapatero; bueno Zapatero lo pensaba no lo creía. En aquella ficción de cartón piedra, la euforia nos llevó a devaluar personalmente el euro, asimilándolo a los veinte duros de antaño. Los cafés y las cervezas pasaron de noventa o cien pesetas a un euro y a más. Una propina se daba con el más pequeño de los billetes, era lo mínimo, sin apenas reparar que los cinco euros eran casi mil pesetas. Las tapitas dispararon su precio. ¡Total diez o doce euros por unas hojas de lechuga, un casco de tomate y medio huevo duro! Los menús desaparecieron de los restaurantes, estaba mal visto. Todos nos convertimos en expertos catadores de vino tinto, cuyo precio se ponía por las nubes. Las primeras comuniones se convirtieron en bodas y las bodas... Con despedidas de soltero y de soltera —algunas eran verdaderas astracanadas, pero esa es otra historia— celebrándose en Roma, Londres, París... ¡La locura!
La vida era una fiesta. Botellón semanal. En Zaragoza, a la salida de un restaurante, donde habíamos cenado a precio de euro, Gisbert Haefs, el novelista alemán autor de «Anibal», ante el espectáculo de centenares de jóvenes bebiendo en plena calle a las dos de la madrugada, me preguntó con un español duro, tudesco:
—¿Calvo, quién paga todo esto?
—Los papás —respondí muy serio.
Me miró escéptico y cómo era jueves, insistió.
—¿Mañana no hay clase?
—Sí, pero...
Ahora el euro y el despilfarro al que nos apuntamos, nos pasan factura. La orgía se ha terminado y a España, a los españoles por añadidura, aunque a muchos todavía les cueste creerlo, nos ha llegado la hora de ajustar cuentas y pagar. En euros, a razón de 166,86 pesetas.