Esta exquisita selección nacional es un cuerpo extraño en un país que hizo de la envidia sacramento y del frentismo una diversión
Día 21/06/2012 - 09.38h
Esta selección nacional de talentos refinados y futbolistas exquisitos capaces de tirar torres arrogantes de músculo con el quiebro imposible de un solo tobillo es un cuerpo extraño para España, un vecino demasido brillante al que se mira por el rabillo del ojo y con la mueca retorcida de quien desconfía de lo excelente, un buen estudiante al que hay que derribar lo antes posible para que no ponga en evidencia la pereza y la complacencia de quienes se pasan las clases en el bar.
No puedo estar de acuerdo, aunque me duela, con quienes soñaron que España ve en este equipo el espejo con lo mejor de sus virtudes, ni siquiera al horizonte al que llegar pagando el peaje imposible y soez en esta tierra del esfuerzo y el trabajo. Más bien todo ese ruido de gritos insolentes y colmillos desaforados que esperaban con estéril paciencia sádica el momento para morder con la saña de su ignorancia es la perfecta metáfora para este país de caínes, que hizo de la envidia un sacramento y del frentismo pendenciero la diversión nacional. Se evaporó la descarga tremenda de aquel derechazo de Iniesta que parecía haber expulsado para siempre a los demonios y la realidad es que España no es un país de estetas delicados y leves, finos como intelectuales de palabra certera en la sutileza de sus botas, sino una cueva donde importan más la cachiporra y el gañafón, el viejo grito atávico de la carga ciega -«A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo»- frente al chispazo fugaz y visionario de ese patinador invisible que es Xavi.
Quizá por eso esta España siga siendo de caudillos y pancartas, porque los suyos no se encuentran a sí mismos más que peleándose con el vecino, y más si ha tenido la desvergüenza y la insensatez de separarse un poco de la mediocridad y el sesteo. Más que un Vicente del Bosque moderado y sensato, aficionado a los vicios peligrosos de la educación y el respeto, gustaba algún Clemente que se sentara a los micrófonos pensando a quién le metía el dedo en el ojo y ante el que sí se podían levantar banderas por la canonización o el patíbulo. Sean altas instituciones, escritores, cantantes o deportistas, y que se prepare el portentoso Nadal cuando alguna vez falle como un humano, los españoles somos únicos tirando piedras de chismes y maledicencia contra lo que nos une, no sea que por una de estas haya que arrimar el hombro junto al vecino por algo común, mientras hacemos altares al más necio si con eso se molesta a los de al lado.
Algo bueno, sin embargo, tenía que tener esta España del anónimo multiplicado en internet, y es que no tiene que temer por desunirse. Esos nacionalistas vascos y catalanes, tan duchos en la doble moral y el lloriqueo, estarían pidiendo la reconciliación un año después de ser independientes. Como buenos españoles, no aguantarán un mundo en el que la culpa de todo no la tenga el de al lado y falte un enemigo ante el que cavar con rabia una trinchera de gruñidos y prejuicios.