Conquista
rápida, pacificación lenta
por Emilio Cabrera

En numerosas ocasiones a lo largo de la Historia, una guerra
civil o un conflicto surgido en la Península Ibérica se ha resuelto o se ha
intentado resolver pidiendo auxilio al Norte de África. Desde allí ha penetrado un
ejército invasor que, auxiliando a alguno de los bandos en liza, le ha ayudado a
imponerse sobre el otro. Las circunstancias respectivas en que se produjeron ese tipo de
intervenciones pueden haber sido, sin duda, muy dispares, pero todas responden a una
razón bien evidente: quienes vivimos en la Península Ibérica tenemos un vecino que
está más cercano que otros y ese vecino es el que habita al otro lado del Estrecho de
Gibraltar. Merece la pena recordar que, en 1936, la guerra civil se inició con la
sublevación de las tropas de Marruecos, que tuvieron un destacado papel en la contienda.
Seis siglos antes, en el curso de otra guerra civil, Pedro el Cruel, rey de Castilla,
contó con la colaboración del rey musulmán de Granada y también con la de un príncipe
marroquí; y con ellos puso sitio a Córdoba, que se había sumado al bando del
pretendiente Trastámara. Retrocediendo aún más para llegar al siglo XII, son ahora los
almohades quienes cruzan el Estrecho para poner orden en al-Andalus donde apenas
gobernaban ya precariamente los almorávides, otros invasores africanos que habían
penetrado en la Península unos decenios antes para acabar con la dispersión política,
las rivalidades y la debilidad de los reinos de taifas. Recordemos, finalmente, que a
mediados del siglo V, la disputa entre Agila y Atanagildo, aspirantes al trono de los
visigodos, propició también la actuación de un ejército bizantino que, procedente del
norte de África, ayudó a colocar en el trono al segundo de ellos y obtuvo como
compensación extensos territorios del sureste hispánico que se incorporaron al Imperio
de Oriente en una época en la que el emperador Justiniano estaba empeñado en restaurar
la presencia bizantina en Occidente. Todos ellos son hechos que evidencian hasta qué
punto las invasiones africanas parecen ser, con frecuencia, el resultado de una situación
de anarquía, desgobierno y guerra civil en la Península.
La entrada de los musulmanes en
España responde exactamente al mismo esquema que los episodios mencionados. Es también
una guerra civil la que enfrentó a Rodrigo, último rey godo, contra el bando witizano; y
fueron asimismo unos invasores de religión musulmana los que vinieron desde África a la
Península para ayudar al segundo de esos dos sectores enfrentados. La ocupación de
España por los musulmanes es una de las cuestiones más intrincadas de toda nuestra
historia y, al mismo tiempo, uno de sus hechos básicos. Sánchez-Albornoz la llamaba «el
minuto decisivo de la Historia de España» por las inmensas repercusiones políticas,
sociales, económicas y culturales que se derivaron de ella. El principal problema que
plantea la conquista de la Península por los musulmanes es el de la impresionante rapidez
con que se produjo pues, en teoría, esa operación se consumó en no más de diez u once
años, resultado que no deja de ser insólito teniendo en cuenta la configuración
geográfica de un país como España. No es extraño, por tanto, que se haya intentado
explicar el problema de manera fácil y simplista.
PAULATINA CONVERSIÓN
Hace algo más de un cuarto de siglo,
Ignacio Olagüe planteó una teoría inquietante, aunque muy fácil de desmontar, alegando
que, en realidad, no se había producido tal conquista sino tan sólo una paulatina
conversión al Islam de los hispanogodos. Por supuesto que esto último es innegable, pero
también lo es que los musulmanes conquistaron España; y no sólo eso sino que, además,
cuando lo hicieron, habían sometido ya, de forma igualmente fulminante, territorios tanto
o más extensos que ella en un lapso más o menos idéntico; todo lo cual se explica por
la moral de los combatientes, por los métodos expeditivos y muy eficaces que utilizaron
en el arte de la guerra, por los implacables escarmientos infligidos a quienes ofrecieron
resistencia y también porque, en el caso de España, se precipitaron sobre un Estado en
descomposición.
De todas formas, rapidez en la
conquista no quiere decir dominio absoluto sobre toda la extensión de al-Andalus. Siglos
atrás, la pacificación de España por los romanos tardó doscientos años en lograrse, y
el mismo tiempo invirtieron, más o menos, los musulmanes en conseguir un objetivo
semejante. La historia del emirato de Córdoba es esencialmente la crónica de un
incesante conjunto de conflictos internos que desembocaron, sobre todo, a partir de la
segunda mitad del siglo IX, en un estado de gran descomposición y anarquía hasta el
punto de que la autoridad del emir apenas era respetada fuera de un estrecho círculo en
torno a la capital. Todo ello era el resultado de múltiples factores, entre los cuales
estaba, en primer lugar, la configuración geográfica del país, que favorece la
dispersión política. Añadamos a ello los ancestrales enfrentamientos entre los clanes
árabes transplantados a España y magnificados por las fricciones con los beréberes
norteafricanos, recién convertidos al Islam y no arabizados del todo. No hay que olvidar
tampoco la relativa precariedad con que se había realizado la ocupación de la Península
porque, pese al control más o menos riguroso de las principales ciudades y núcleos
fortificados, se había propiciado un amplio margen de autonomía a extensas regiones
dominadas por cristianos nativos, que fueron, además, la mayoría de la población de
al-Andalus durante muchas generaciones. Y todo se fue complicando al compás de las
conversiones a la religión islámica, que crearon un grupo social emergente, el de los
muladíes o musulmanes nuevos, los cuales nunca gozaron de los mismos privilegios que los
musulmanes tradicionales. El resultado fue la aparición de numerosos conflictos en los
que muladíes y cristianos hicieron frente común en sus reivindicaciones y llegaron a
crear complejas estructuras de poder y a desarrollar, en algunos casos, claras
aspiraciones soberanistas o, cuando menos, a obtener amplia autonomía en el marco de una
sociedad muy variada y rica, pero extraordinariamente compleja y difícil de gobernar.
Sólo a partir del siglo X, coincidiendo con la época de las conversiones masivas al
Islam pudo Abd al-Rahmán III pacificar el país, apagar los focos de disidencia, tomar a
al-Andalus «en su puño» y conseguir que su poder se extendiera «como sol radiante, por
las regiones», según el historiador cordobés Ibn Hayyán.
Como otros caudillos victoriosos
es eso lo que significa el apelativo de an-Násir, con el que la historiografía
árabe conoce a este soberano omeya aprovechó la ocasión para adoptar un título
más eminente. Fue precisamente entonces cuando tuvo lugar la proclamación del Califato,
en 929, justo un año después de la conquista del núcleo disidente de Bobastro. Se abre
entonces la etapa más brillante de la dinastía, que sólo durará un siglo, en realidad.
Luego, a comienzos del siglo XI, después de la dictadura de Almanzor, las fuerzas de la
descomposición reaparecen de nuevo y conducen al Estado Omeya a la ruina más lamentable,
representada por el mosaico de pequeños estados que fueron los reinos de taifas.
Volver