EFE
Villa celebra el gol ante Portugal
El guardameta de Portugal fue de los primeros en pisar el césped del Green Point. Eduardo traía el guión bien estudiado desde el hotel de concentración. Se fue al centro del campo y desde ahí a la portería del fondo norte. Cascos diminutos en los oídos: escuchaba música. Cuando entró en la portería sacó del bolsillo del chándal un amuleto. Un rosario. Y lo pasó por la red. Una acción que repitió en la otra meta después de cruzar todo el césped. Esperaba protección.
Eduardo era, por su parte, el amuleto particular de Carlos Queiroz. Portugal no había recibido un solo gol en la liguilla previa y llegaba a la cita de octavos con la piel de cordero a las espaldas. Pronto puso las credenciales encima de la mesa. A Villa y a Torres. Un duelo en el campo que resonaba en los banquillos. Del Bosque contra Queiroz. Bigote contra corbata. Viejas cuentas por un puesto de relumbrón en una Copa del Mundo.
España fue España. Tuvo la pelota. Dominó el partido y dispuso de las ocasiones de siempre. Un puñado. Si no es por Eduardo, el cruce había quedado resuelto antes del descanso. Y sostuvo a Portugal más de la cuenta a disparos de Villa, Sergio Ramos o Fernando Llorente.
Pero se cumplió el pronóstico. Y Villa se llevó el honor de llevar a España hasta los cuartos de final. Fue en una jugada clásica. Toque a toque. Paso a paso. Hasta que encontró la gatera en una espuela de Xavi. Eduardo detuvo el primer disparo, pero no pudo con el segundo cachetazo. Se acabó la eficacia del rosario. No se puede pedir tanto a los cielos.
El jugador más fino en ataque de España acertó. Un gol para seguir peleando por el pichichi en el Mundial. David Villa lleva cuatro y 41 con la selección, a cuatro de la barrera que estableció Raúl hace tiempo. Un tanto que supo a poco, pero con buen regusto. La selección se ganó el billete por méritos propios pero nunca debió de pasar tanto apuro. Se va tan sobrada que en ocasiones desprenden una sensación de desgana.






