Lo ocurrido ayer en Los Califas fue un reencuentro. Un reencuentro con la belleza, con la sencillez, con la lucidez, con la inteligencia, con el toreo. Los tendidos presentaban ese precioso tapiz aterciopelado con el que se cubren en las grandes ocasiones y que es la única forma de soportar el triste gris de su cemento. Abajo, en el ruedo, Manzanares nos transportó a un mundo de sensaciones convirtiéndonos a todos en fieles seguidores. Una borrachera de expresión estética imposible de olvidar.
Forma y fondo al servicio de objetivo final. Esa es la sencilla regla aplicada. Dominio de la técnica, pero supeditada siempre ésta a la composición artística. Se usa todo lo aprendido, pero como herramienta para la composición, para la consecución del concepto escenográfico y creativo que se pretende. Y el tiempo. Y los tiempos. Y la cadencia. Esa tersa cadencia. Toda la obra está medida tanto en el interior como en la apariencia, y el resultado es delicado y bello en extremo. Absolutamente inolvidable. Y los detalles. Ese sacar al toro del caballo con dulzura en los vuelos del capote, sobre las yemas de los dedos. La cuadrilla, siempre perfecta, siempre torera, siempre artista, guiada por el mismo patrón de comportamiento y de composición. Todo fluye de manera natural y en la misma dirección. Todos se desmonteran como consecución final a la obra que queda sobre la arena.
La atracción resulta inmediata. El público queda absorto pensando que está viviendo un momento único. Es la pesadumbre de la consciencia del momento. ¿Cómo cuento esto?, piensa uno. No me van a creer, piensa el de más allá. Y pronto aparece la sonrisa burlona del diablillo del hombro derecho que empieza a calibrar la envidia que vas a provocar cuando digas en tu barrio: ¡Yo estuve allí!
Y otra vez el tiempo en el segundo. Otra vez los tiempos. Dentro de la lidia, dentro del segundo tercio, dentro del armazón de la faena de muleta, tiempo inmutable e irrevesible de acontecimiento irrepetible, tiempo de Saturno devorando a sus hijos, como se representa mitológicamente, pero aquí con una vuelta de tortilla en la que el hijo engulle al padre. El hijo detiene el tiempo, se apodera de él, lo domina, se hace amo y lo devora demostrando su supremacía sobre él y como reivindicación de su personalidad.
Contra la apropiación y dominio del tiempo, ayer también pudimos ver otra imagen simbólica, la del crepúsculo. El crepúsculo es un momento propicio para el recogimiento y ejemplifica, en esencia, el agotamiento de la creatividad. Es el paisaje del alma. Enrique Ponce nos dijo ayer a gritos que el paisaje de su alma no es otro que el crepúsculo. Su propuesta, con un material de unas condiciones similares a las de Manzanares, fue la de alguien agotado. No ocupa el espacio escénico, matiz en el que también este nuevo José Mari le dio un curso acelerado. Resulta de su obra una composición mecánica y fría que aburre. Ha llegado al hartazgo de sí, al crepúsculo.
Para Morante de la Puebla no hay imagen simbólica a la que recurrir, porque el sopor y la vulgaridad no la conocen. Su material fue, justo es decirlo, el de peor nota, pero no hubo aroma, ni sabor, ni concepto, ni temple salvo algún detalle suelto.
A la salida, poca gente toreando de salón, en cambio sí se veían muchas caras meditabundas aunque con brillo en los ojos. Brillo nacido de un espectáculo absolutamente arrebatador por su belleza e inquietante por su símbolo. Manzanares, devorando a su padre, arrebatándole prestigios e historia. ¡Joé, qué grande



