Como Kavafis, Pasolini consagró toda su vida a otear el desembarco de los bárbaros. Como él, fue abriéndose en Pasolini la sospecha, enseguida una certeza, de que los bárbaros no llegarían. Nunca. Y que no habría cierre digno para nuestra tragedia de hombres del fin de nuestro mundo, «porque ha anochecido y los bárbaros no han llegado. / Y han venido unos de la frontera / y han dicho que ya no hay bárbaros. / Y, ahora, ¿qué será de nosotros sin bárbaros? / Esos hombres eran una cierta solución». Un bárbaro de trapillo destruyó la indolente espera de Pasolini. Era una noche de noviembre en Ostia. Y no era un bárbaro. Sólo un brutal chapero de 17 años. Sin otra poesía que la del homicidio estúpido. 1975: la verdadera barbarie, la que puntea el calmo hastío en que vivimos.
Dos límites extremos marcan la contaminación teológica del cine: Ordet de Dreyer en 1955, Teorema de Pasolini en 1968. La primera es una obra maestra, una de las más altas de toda la historia del cine. La segunda es una película fallida y conmovedora, en la cual el que rueda apuesta vida y esperanza a una carta de estilo que hace quiebra. Nos conmueve Pasolini. No por lo que en su obra puede haber de acabado. Por su fracaso convertido en obra de arte.
Pasolini consagró toda su vida a otear el desembarco de los bárbaros
El arte mayor de Pasolini fue el de dar a esa «religión de su tiempo» un soporte alejado del «realismo socialista» imperante en el comunismo italiano. De Valéry le viene la certeza básica de que toda apuesta moral se juega para siempre en el estilo. Sólo. Que «es en esa cuestión de estilo donde reside la religiosidad». Y la pureza. Que con los contenidos se puede siempre hacer trampa, manipular, convertirlos en vehículo de las imágenes o ideologías que se quiera; y que el estilo habla en sí mismo, inexorablemente. «Con el estilo no puedo hacer trampa». Y los suburbios de los Ragazzi di vita o de Accatone toman su intensidad poética de esa primacía innegociable del estilo: «Los suburbios romanos se me aparecen como una aparición, un sueño, un sueño estilístico, como un sagrario del subproletariado».
Godard el santo
No hay metáfora de Pasolini, ni en prosa, ni en poesía, ni en cine, que no dé síntoma de la herida sagrada. Carta a Godard, el más materialista de los realizadores de su generación, acerca de la que quiso ser la más materialista de sus películas: «La Chinoise es bellísima, obra de un santo, quizás de una religión discutible y perversa, pero siempre religión». No hay halago más grande que pueda Pasolini dirigirle. Aunque quizá Godard haya podido verlo como una más de las rarezas del amigo italiano, a punto de rodar con la muy godardiana Anna Wazemsky su casi testamentaria Porcile. Ambos, Godard y Pasolini, se admiraron. A distancia. No se podía tener dos concepciones de la narración cinematográfica más opuestas. Y en la propia testarudez de trabajar sólo en los límites, saberse más fraternales en estilo. Aunque el italiano siempre ironizara sobre el efecto hilarante que producía la proyección de las películas del suizo en los cines de la periferia romana que a él le gustaba frecuentar.
Estamos ante una liturgia del Dios inmanente, del Dios que es el mundo
El nombre fatal, el de aquel que culmina su obra con un «todo lo bello es tan difícil cuanto raro». En la voz del que camina ya hacia su cita sacrificial con el destino en una playa de Ostia.