La otra noche tuve un sueño otoñal: vi completo un partido de fútbol, el derbi inmediato en el Camp Nou. El Real Madrid le ganaba al Barça por 2-6. Fue un sueño erótico tan excitante y tan lleno de pasión que ni siquiera una velada secreta y a solas con Halle Berry, mi novia imposible, lo hubiera mejorado. A la mañana siguiente, visité a mi psiquiatra de cabecera, el escritor Nelson Almirante Morgan, y me recetó unas pastillitas para la ansiedad. «El sueño que tuviste es un deseo exagerado de venganza», me dijo con Freud en la mano. Siempre he desconfiado de Freud, porque era un tipo que fumaba muchos más tabacos que yo, se pinchaba más de cuanto es conveniente y escribió más que Balzac con tal de interpretar los sueños.
De modo que, tras un café en el bar de al lado del despacho de Nelson, me fui a ver a mi santera, Susana Magritte. Ella diagnostica como una princesa del pueblo. Me tiró las cartas, luego de confesarle yo mi gran sueño. «Mientras tanto, ¿oías alguna música?», me preguntó inquisitiva. «Algo parecido a la Marcha Radetzky», le dije. «Producto de la euforia tu sueño», me dijo. «Pero, ¿podría darse ese sueño en la realidad cercana?», le pregunté ansioso a pesar de que ya me había tomado la pastillita. «Hay que tener cuidado con los sueños. Son deseos que si se cumplen pueden traer consecuencias raras, ¿vale?», me dijo a medio camino de Freud y Belén Esteban.
De modo que, tras un café en el bar de al lado del despacho de Nelson, me fui a ver a mi santera, Susana Magritte. Ella diagnostica como una princesa del pueblo. Me tiró las cartas, luego de confesarle yo mi gran sueño. «Mientras tanto, ¿oías alguna música?», me preguntó inquisitiva. «Algo parecido a la Marcha Radetzky», le dije. «Producto de la euforia tu sueño», me dijo. «Pero, ¿podría darse ese sueño en la realidad cercana?», le pregunté ansioso a pesar de que ya me había tomado la pastillita. «Hay que tener cuidado con los sueños. Son deseos que si se cumplen pueden traer consecuencias raras, ¿vale?», me dijo a medio camino de Freud y Belén Esteban.
«De todas las relaciones que se pueden contraer, la más interesante es la que existe entre el hincha y su club», escribió Nick Hornby, un verdadero experto en las cuestiones del alma. Eso lo supo bien Juan José Campanella cuando en El secreto de sus ojos, película realizada a partir de una novela de Eduardo Sacheri, hace decir a uno de los funcionarios judiciales (tan cómico y dipsómano como inteligente y profesional) que, junto a Expósito (Ricardo Darín), busca al asesino de la joven del secreto, «que un hombre puede cambiar de familia, de mujer, de coche, de pluma, de pueblo, ciudad y país; de amigos, de hábitos, costumbres, estética y moral; de bando político, de religión, de manías personales, incluso de fisonomía. Un hombre puede cambiar de todo menos de club de fútbol». El asesino era del Racing y ahí, en el estadio, comenzaron las pesquisas que dieron con el criminal.
Quiero soñar que el sueño que tuve es parte de la verdad, porque la pesadilla más terrible que he sufrido en mi vida con el Real Madrid y con el fútbol la tuve en el palco presidencial del Estadio Bernabéu el día en el que Barça (nos) perpetró por 2-6. De aquella pesadilla viene mi sueño. Si el asesino era del Racing, Borges, —también argentino hasta la muerte— odiaba el fútbol. «Sería porque no vio nunca jugar un partido del Real Madrid de Di Stéfano», ironizó un día mi amigo el sabio poeta Manuel Alcántara. Tengo para mí que a Borges le gustaban muchas más cosas de la vida que las que sus albaceas intelectuales y literarios le atribuyen. «Sin contar mexicanos», dijo el autor de Ficcionesrefiriéndose al número de muertos en la guerra del Chaco.
Quiero apuntarme hoy a ese sarcasmo borgiano al recordar la primera vez que fui al Camp Nou. Fue a principios de los 70. Yo no tenía un duro en el bolsillo y pasaba una temporada en la masía que el escultor Corberó tenía en Esplugues de Llobregat. «Hoy vamos a ver al Barça». Fuimos. Yo llevaba encima un abrigo prestado del propio Corberó. Un abrigo de pieles marrones y beis que me llegaba a los pies y llamaba la atención de todo el que me miraba. Vi a Herralde, el editor, y a Manuel Vázquez Montalbán, en un palco de gente bien, y terminé de convencerme de que la izquierda en Cataluña era tan moderna que no creía que el fútbol fuera el opio del pueblo. El Barça ganaba 6-2, no recuerdo contra qué adversario. Corberó salió del Camp Nou tarareando el himno del Barça. Estaba muy contento y me invitó al Orotava, a tomar unos foies regado con unas botellas del mejor vino. «¿No te alegras?», me preguntó al verme un poco taciturno. «No olvides», le dije sentencioso, «que yo soy del Real Madrid, de la U.D.Las Palmas y de todo aquel que le gane al Barcelona». Y añadí, borgiano: «Sin contar mexicanos».






