Cataluña

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Cataluña / EL OASIS CATALÁN

Cuento de navidad

Nervioso, levanta la copa de cava, con tan mala fortuna que topa con el candelabro

Día 24/12/2010 - 10.43h
ABRE la puerta y aparece. Bellísima. Sonríe. Viste a la última. El collar: una cadena dorada con bolas de coral de manzana. El brazalete, bien conjuntado. Bisutería de diseño. No necesita pendientes. El pelo, recogido, deja descubierto el óvalo perfecto de su cara. Los ojos chispeantes. Escucha y contesta con una sonrisa. Es un poco supersticiosa y no le gusta hablar de sus proyectos. Confiesa que todavía le quedan cosas por hacer. Y él se queda con la duda de saber cuáles son sus planes de futuro. Viaja mucho. Viene de Sudáfrica después de pasar por París. La semana próxima irá a Estados Unidos. Primero, Los Ángeles. Luego, Nueva York. Siempre, de un lugar a otro. Por trabajo. Pero, no le gusta acabar la jornada laboral sola y en una habitación de hotel. Y ahora está aquí, para pasar la Navidad con él. Contesta, sonriente, que cada cosa tiene su momento. Coquetea.
Fuera, la Barcelona del Ensanche: ordenada, luminosa, transitada aún. Barcelona vibrando tras las ventanas y las cortinas de terciopelo, testimonio de antiguos esplendores. En la mesa del salón, la de las grandes ocasiones, él frente a ella. Un mantel blanco, inmaculado. Platos de porcelana. Cubiertos de plata. Copas de cristal. Los candelabros, de Murano. Un menú tradicional: sopa de pasta con queso parmesano, canelones y pollo con ciruelas y piñones. Para beber, vino de Alella y cava catalán. De postre, tres variedades de turrones y barquillos de pastelería. Y una taza de café recién molido por él mismo: la asistenta tiene la noche libre. Y la voz aterciopelada de Frank Sinatra. Y aquel viejo pesebre que sus padres encargaron a un amigo pintor y que siempre le ha maravillado. Aquel diorama mágico que, en una caja de madera de palmo y medio, lo contiene todo: figuras, casas, pajar, río y montañas. Navidad. Como cuando era un niño y la familia se reunía alrededor de una mesa con mantel de un blanco impoluto, platos de porcelana, copas de cristal y candelabros, recuerdo del primer viaje a Venecia de sus padres. Navidad. Cuando mayores y pequeños se reunían, en mesas separadas, para tomar la sopa, los canelones y el pollo. Para beber, vino de Alella y cava catalán. Y, a los postres, con los turrones y los barquillos de la pastelería de siempre, el poema ritual. Después, venía la taza de café recién molido. No, entonces no sonaba Frank Sinatra. Cantaban los niños. Y los abuelos. Y alguna vez, su madre. El padre, nunca. Y el pesebre confeccionado al detalle por un amigo pintor, dominaba la escena. Así, año tras año.
Ella está frente a él brindando con la copa de cava y mirándole directamente a los ojos. La música les envuelve. Es feliz. Con una felicidad desconocida que le pellizca el estómago y le nubla la mente. A él, siempre tan contenido, tan serio y juicioso. No sabe qué hacer con las manos ni por dónde comenzar. Nervioso, levanta la copa de cava, con tan mala fortuna —todo iba demasiado bien—, que topa con el candelabro. Y el líquido, mezclado con los vidrios rotos y la cera, cae sobre la página abierta de la revista. Y el papel couché se va humedeciendo rápidamente. Intenta secarlo con la servilleta. Demasiado tarde —siempre llega tarde— para arreglar el desastre. Y la bella cara de Elsa Pataky se convierte en un engrudo informe. Minuciosamente, retira los vestigios del desastre. Y sigue comiendo. Solo. Como de costumbre. Esta será una Navidad como las otras.
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