Aquel tucán volaba parejo al microbús momentos antes de llegar a la misión de San Xavier, donde unas enormes columnas de madera maciza talladas en espiral sostenían la estructura del templo. La frente empapada por la humedad calurosa no ocultaba la emoción de contemplar desde dentro una iglesia que se construyó en la primera mitad del siglo XVIII en medio de una extensa selva verde. En el retablo, las tallas indígenas en madera, con su policromía llamativa, hablan de un pueblo enormemente habilidoso con una visión diferente del arte. En el centro de todo, la música, que es fe y costumbre. Hay que estar allí para sentirlo.
La música de las antiguas misiones jesuíticas de América del Sur es un tesoro -en gran medida aún por descubrir e investigar- del que debemos celebrar su existencia y su pervivencia en las comunidades del Amazonas. La música, que entró con los primeros misioneros, acompañaba a los habitantes de las misiones cada momento del día, cada fiesta del año y cada celebración litúrgica. En los pueblos había músicos profesionales, que empezaban a formarse a los seis años. Allí, en las reducciones jesuíticas, se sembró un germen que se ha ido haciendo tradición. Esta cultura se mantuvo, tras la expulsión de los jesuitas en 1767, porque los indígenas, habitantes de estas antiguas reducciones, al margen de las celebraciones litúrgicas, siguieron reuniéndose y tocando una música que consideraban su historia y su fe. Así es como se ha mantenido viva. Las sucesivas generaciones han sentido como propia la música aprendida en los años de relación misional, la han hecho materia vital y la han convertido en valor patrimonial.
La Europa del Barroco llevó a América su música -y sus músicos-, sus instrumentos y el conocimiento para construirlos. Esta música enraizó en el contexto de la cultura indígena, muy especialmente alrededor de las liturgias religiosas, llegando hasta nuestros días, bien porque las ceremonias permanecen y el proceso de transmisión no se ha interrumpido, porque se han conservado instrumentos o han seguido construyéndose –es el caso de los violines- y porque en las iglesias y en las familias han permanecido al abrigo del tiempo copias de partituras que dan cuenta de la ingente labor que se llevó a cabo durante la última parte del siglo XVII y unos setenta años del XVIII.
Compositores nativos, criollos y europeos crearon un repertorio americano único, basándose en la estética renacentista y, sobre todo, en la barroca, pero reinterpretando esos cánones desde la peculiar perspectiva del indígena, que integraba elementos propios de su entorno natural en ese nuevo arte musical que comenzaron a cultivar de la mano de los padres jesuitas. Los sonidos de los instrumentos europeos, como el arpa, los violines o las violas, se mezclaban con los de sonajas de semillas, flautas de caña o de hueso o los más elaborados bajones de hoja de palma (instrumentos compuestos por cerca de una decena de trompetas vegetales de una longitud cercana a los dos metros y que se ensamblan unas a otras al modo de la flauta de Pan).
Hoy es posible contemplar cómo se vive el sentimiento de la música
Hoy es posible contemplar en los territorios bolivianos de Moxos, Chiquitos o Guarayos cómo se vive el sentimiento de la música por la gente que la interpreta con pasión popular con sus viejos instrumentos. Esta música barroca viva, y en vivo, es una emoción compartida por la gente sencilla que manifiesta un respeto casi místico hacia los músicos y una veneración religiosa por las partituras. Es una hermosa experiencia gozar con esta música, este Barroco Amazónico, que fluye vital como la misma savia de los frondosos árboles en la virgen selva.








