«Ahí arriba —escribió el alpinista ruso Anatoli Bukreev— ningún hombre escapa a su destino», los entrenadores son los alpinistas del fútbol, porque tienen que estar preparados para lo que pueda suceder, pero sólo a ellos. En la espléndida novela de James Salter, «En solitario», se cuenta la historia de un alpinista que en la soledad de sí mismo, y de la inmensidad de la montaña, encuentra también su destino. Aún cuando todos sepan que, como se recuerda en el fatídico «film noir», Detour, «el destino siempre te pone la zancadilla». Y esto de la zancadilla es muy propio de la vida futbolística.
Mourinho es un espectáculo, pero, porque como él mismo advirtió «sólo sabe de fútbol quien sabe de algo más que de fútbol», esto es un valor añadido en un ámbito en el que las declaraciones son más bien sosas, repetitivas y, por qué no, terriblemente aburridas, siempre dicen lo que se espera que digan. Mourinho se sale de la norma, fubolísticamente incorrecto cada declaración suya es un escándalo, como la canción de Raphael, pero suelta verdades como puños de hierro: el calendario, por ejemplo. El juego táctico, las rotaciones, la plantilla, el declive de algunos jugadores —Ramos— y así.
Mourinho, como los buenos alpinistas, es un solitario, un personaje de western, un cowboy errante, como el Alan Ladd de Shane (Raíces profundas) o el Clint Eastwood de Sin perdón. Hoy juega el Málaga en Madrid, regresa ese hombre bueno que es Pellegrini, pero Mou y el chileno habitan en planetas distintos. Las declaraciones del actual entrenador madridista escuecen por su claridad, por su valentía y, sí, también, por su altanería. Pero dicen verdad.
La cuestión es si la sociedad futbolística es capaz de soportarlas o le condenan, viejo hábito de este viejo país, a la hoguera, o a lo que es lo mismo, a ir por la vida, como Salter, en solitario.






