Receta para modernizar un clásico: coja una obra de Shakespeare, Calderón o Sófocles. Desmenúcela: quédese con el título; corte mucho texto y añada palabras de su cosecha; déjela cocer para que los actores improvisen con tanta naturalidad que no se note que interpretan; aderécela con algún desnudo para dar sabor y ya tiene el montaje para servirlo.
Empiezo con esta receta irónica porque lo que se puede aplicar a esta «Antígona» vale para explicar cómo algunos entienden modernizar los clásicos. Los clásicos lo son por algo: tienen mucho que enseñar y si se representan con puestas en escena claras, trabadas y buena interpretación son esclarecedores. Otra cosa: el público que va a ver un montaje sobre Antígona quiere puro teatro y oír hablar a Sófocles sobre el hombre actual. ¿Por qué no dárselo? ¿No es actualísimo el conflicto entre obedecer las leyes civiles y obedecer a los propios dioses o a la conciencia? ¿No habla Sófocles de cómo el ser humano libre labra su destino? Y no, claro que Antígona no somos todos: vale ya de copiar frases banales en los escenarios. Para ser Antígona hoy hay que ser muy libre; ella muere fiel a sus convicciones por desobedecer la ley civil, superando el miedo, el gregarismo y la comodidad. Ni siquiera su hermana Ismene lo hace. Frente a su elección, Antígona está sola.
En su montaje, Carme Teatre sube a espectadores al escenario vacío, salvo la arena y un marco que da juego a puntuales imágenes con fuerza, como las palabras del clásico cuando las usan. Su «actualización» se queda en escenas en que los actores debaten con tópicos sobre telebasura, centrales nucleares, etc., sin que se perciba el vínculo con el clásico. Algunos actores no vocalizan ni proyectan la voz (no es que haya mucho público y por eso no se oye, como respondió una actriz al respetable, sino que la voz debe llegar a la última fila). Y el público debe apagar el móvil y no hablar por él en el teatro. En serio: lean a Sófocles y si quieren más, a Steiner sobre «Antígona».