SORPRENDIÓ, ciertamente, que en Blanco y Negro, la revista cultural de ABC, fuera elegido Lluis Llach como mejor cantante masculino español del año. Corría enero de 1976 y todo estaba por construir. La votación la realizaron diez críticos musicales consagrados. «Pero no aparecen por ningún lado los Raphael, Julio Iglesias o Manolo Escobar que muchos pensaban estarían entre los primeros», afirmaba el artículo de este periódico.
No debió caer demasiado bien en determinados círculos que el cantautor catalán fuera el más valorado. Y es que casi todo era pecado en aquella España transitoria. Le clavaron una estaca a Llach. Y con ese estigma pisó suelo canario a finales de febrero de ese año. El programa de RTVE «Para vosotros, jóvenes» había invitado al músico, que iba a actuar en los «Extraordinarios Festivales de la Juventud Tinerfeña», y a ciencia cierta que fueron extraordinarios. Estaba programado que Llach actuara los días 27 y 28 de febrero, pero dos horas antes de comenzar el primer concierto, la policía se presentó en el teatro Guimerá para retirar las entradas y suspender el evento. El cantante y su gente, resignados, acudieron al Guimerá para recoger todo el equipo. Había un millar largo de asistentes esperando entrar. Cuando se les comunica que el concierto ha sido suspendido, de presuntos espectadores se convierten en evidentes manifestantes. Sólo se prohibió la actuación de Llach, pero el resto de intérpretes del festival se solidarizó con el proscrito artista y nadie actuó.
Desde la Universidad de La Laguna, una comisión de profesores visita al artista y, en nombre del rector, le invitaron celebrar allí un recital al día siguiente. Llach acepta la propuesta, se entrevista con el rector, señor Fernández Caldas, y confirman la celebración del concierto. Una vez más, humo. En palabras del propio Llach: «El rector recibió orden del jefe superior de Policía, señor Viera, de que mi actuación en el recinto universitario tampoco podía celebrarse. Replicó el rector diciendo que aquello era competencia exclusiva de las autoridades académicas, ante lo cual el jefe de Policía le detalló que en caso de que intentara celebrarse las fuerzas del orden lo impedirían». Los hechos se ponían cada vez más oscuros. El rector telefonea al ministro de Educación y Ciencia, señor Robles Piquer, y le presenta su dimisión del cargo. La Junta de Gobierno de la propia Universidad, tras conocer la decisión del rector, se solidariza con Fernández Caldas y presenta su dimisión en bloque. Sus razones: «la intervención de un organismo ajeno en la institución universitaria supone la conculcación de los derechos y prerrogativas de la autoridad académica», según publicó el diario La Vanguardia en aquellos días. Los alumnos le piden a Llach que cante, pero éste no quiere asumir la responsabilidad de desafiar a la fuerza pública. Los jóvenes, a modo de protesta, deciden encerrarse en el paraninfo universitario.
De pronto, Llach se ve sorprendido por la orden de abandonar las Canarias antes de las diez de la noche del día siguiente. «Cuando llegué al aeropuerto, varios números de la policía me aguardaban trasladándome inmediatamente a la comisaría del aeropuerto, en donde permanecí custodiado hasta la salida del avión» declaró el atónito artista. Sobre su estancia en la comisaría, escribió Manuel Vázquez Montalbán en la revista Triunfo: «Es introducido en una habitación donde había otros funcionarios de la policía y comienza una larga sesión de una hora de duración. Llach no quiere decir lo que oyó o lo que tuvo que oír. Recuerda, eso sí, que en la solapa del comisario había una insignia azul y grana. No del Barca. La de Fuerza Nueva». Así se las gastaban hace 34 años, ayer. Conviene no olvidarlo.