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Sobre sus regios hombros descansa una historia milenaria, siglos y siglos de sueños y esfuerzos de un país que ha domeñado más de medio mundo. Una historia que arranca en torno a una mesa redonda, en torno al valor y la determinación de Arturo, Ginebra, Lanzarote del Lago, Sir Gawain... personajes de una leyenda que se llama Inglaterra.
Isabel II no había nacido para reinar. Pero los órdagos del destino son como son, y su tío, Eduardo VIII, abdicó por amor, y el trono de la Vieja Rosa pasó a su padre, Jorge VI, ese rey y ese discurso que valen un Oscar. Con apenas veinticinco años, Elizabeth Alexandra Mary fue coronada como soberana del Reino Unido. Cinco años antes había contraído matrimonio con Felipe Mounbatten, hijo de Andrés de Grecia y Alicia de Battenberg, Duque de Edimburgo, y «mi fortaleza», como más de una vez lo ha calificado la Reina Isabel. La boda, celebrada en la Abadía de Westminster, contó con la asistencia de dos mil invitados y fue radiada en directo por la BBC, entre el fervor del pueblo británico. El ramo de novia, siguiendo la tradición de la Reina Madre, fue depositado en la tumba del soldado desconocido.
El 2 de junio de 1953, el Arzobispo de Canterbury puso a Isabel II la Corona de San Eduardo
El 2 de junio de 1953, el Arzobispo de Canterbury colocaba sobre la cabeza de Isabel II la Corona de San Eduardo, la más alta Joya del Imperio Británico, y símbolo centenario de su Monarquía. «Declaro ante vosotros que mi vida entera, ya sea larga o corta, será dedicada a vuestro servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que pertenecemos todos», dijo la Reina.
Comenzaba uno de los reinados más largos de la historia de Inglaterra, cincuenta y ocho años hasta el día de hoy. En apenas dos semanas, Su Majestad podrá disfrutar de la boda de su nieto, el Príncipe Guillermo —segundo en la línea de la sucesión al trono británico tras su padre el Príncipe Carlos—, y Kate Middleton. Aquella leyenda que se hizo historia en torno a una tabla redonda continúa. ¡Felicidades, Milady!







