Aquello que sonaba como maleficio para la tropa periodística supuso un trámite estadístico para el crack de la Liga española. Leo Messi desarmó ese microcosmos catastral de jugar frente a los equipos de Mourinho y no marcar. Lo hizo de penalti. Pero algún resorte saltó en el cerebro del argentino porque jugó como siempre —de cine—, pero estuvo desconocido en cuanto a su actitud. Le salió un alma pendenciera que no se le había visto hasta la fecha.
Messi significa excelencia y récords. Con el gol de ayer a Casillas, su portero preferido, incrementa su palmarés hasta los 49 goles, la mayor cifra conseguida nunca por un jugador en España en una temporada. Pero se vio a otro Messi, el que nunca había aparecido y del que sacó su peor versión el Real Madrid.
¿Qué no se hubiera imaginado nadie del delantero del Barça? La protesta, la bronca, cierto tono rabioso y, finalmente, la pérdida de papeles. No es habitual que el delantero se exprese con vehemencia en el campo, grite sulfurado al árbitro o reclame tarjetas para los contrarios. Su natural conducta serena, apacible y educada fue ayer volcánica. Por una vez, enseñó que tiene malas pulgas.
Y más que eso, mostró un gesto muy feo en el tramo final del partido, con la tensión del empate madridista y el empuje del Bernabéu. Ofuscado por una falta previa y lanzado hacia una banda, pegó un pelotazo tremendo hacia el público sentado en las primeras filas. Grosería inaudita por la que no pidió disculpas a la parroquia. Eso sí, tuvo narices que fuese Pepe el que le recriminase la acción. Le dijo la sartén al cazo...








