Hoy es una de las grandes noches del Bernabéu. Desde septiembre de 1964 uno lleva unas cuantas así, en las que un clamor se apodera de los espectadores, las terrazas de los bares que rodean al estadio están llenas a rebosar, beben hasta las piedras y es probable que una banda rumana de jazz improvise delante de Camino Real. Un espectáculo más allá del partido.
El Barça parte con una ventaja: la vuelta será en el Camp Nou. Mourinho ha sido tan revolucionario en el planteamiento de los anteriores que, si se permite la broma, pareciera un ávido lector de Lenin y ha hecho propio para cada encuentro aquello de: «un análisis concreto de la situación concreta». Ni uno del póker será semejante a otro. La cuestión es ir dos pases por delante de la realidad y tres por detrás de la autocomplacencia. Los ciclos en el fútbol, como en la literatura, no cambian por el resultado de uno o dos o cuatro enfrentamientos, no se pasa del Renacimiento al Barroco por una obra o dos, pero marcan la tendencia.
Otro espectáculo distinto aparecerá cuando los exquisitos chicos del Barça, con su técnico al frente, siempre tan educados (si ganan), el destino en forma de derrotas, les ponga la zancadilla. Vamos a ver entonces —ya hemos tenido un aviso— dónde se queda el equilibro y la bondad. Todos parecen coincidir en que la máxima con los árbitros es la misma que un oscuro personaje de La jungla del asfalto (1950), la enorme película de John Huston, le advierte a otro, y bien podría ser futbolísticamente hablando: «No te fíes de los árbitros, en cualquier momento son capaces de cumplir el reglamento». Esta noche el Bernabéu volverá a ser «el campo de estrellas donde crecí», la fantasía de un sueño, esperemos que sin final.
