Cayó todo el agua que se habían ahorrado en el Bernabéu. Son las ocho y media de la tarde y el Camp Nou es una barbacoa que huele a los grandes acontecimientos, es decir, a un cruce de fragancias y tufos mezcla de la adrenalina de los cuerpos empapados y las butifarras en la plancha, tan importantes para el disfrute del aficionado culé como los goles de Messi. Aún no le han dado ninguna estrella Michelin a los chiringuitos de butifarras que se arrejuntan en los interiores del campo, pero no hay nadie, ni siquiera Ferran Adrià, que quisiera cambiar una de esas salchichotas recién hechas por una docena de platillos de El Bulli.
Hacia las nueve, y tal vez por los nervios, creí ver a Mourinho sentado tres filas por delante, con un disfraz de Albert Einstein (el pelo blanco cardado, un bigote falso y con cara de estar haciendo números). Pero no era él. Ni Einstein. Un par de goles para pasar el rato. Y pasó. Por fin se terminó este calvario, este rosario de gilifutboleces... Sólo quedan los análisis de Mourinho y su juego de esgrima con escobilla de wc. Hasta el próximo enfrentamiento del Madrid y el Barça por la Supercopa de España.






