Severiano Ballesteros comenzó trabajando como «caddie» en el campo de Pedreña, vecino a su domicilio, y pronto descubrió que ahí estaba su destino. El talento afloraba de inmediato cuando se colaba a practicar en el club a la luz de la luna o cuando lo hacía en la playa con un único palo, lo que le permitió adquirir un abanico de golpes increíble. Y entre atender a las explicaciones de su tío Ramón Sota (el principal campeón internacional de la época) y de sus tres hermanos mayores (todos ellos profesionales) fue amasando su propio estilo de lucha constante y creatividad. Nacía un campeón.
Siempre jugaba para ganar y no le importaba si la bola iba más o menos derecha: Severiano siempre veía una trayectoria factible, por difícil que pareciera, que le hacía llevarla después al lugar correcto. Y así fue ganando torneos y prestigio desde bien joven. Con 16 años ya era profesional y con 17 ganó su primer campeonato. La confianza en sus posibilidades y la facilidad para visualizar las situaciones le permitieron obrar no pocos milagros. Como ganar un Open Británico llevando la pelota a «green» desde un aparcamiento. Para él no había tiros imposibles. Lo malo es que Ballesteros fue un adelantado a su tiempo. De haber nacido treinta años después habría sido una estrella mediática de mayor nivel. Pero cuando llegaron sus triunfos a finales de los años setenta el golf era un deporte más que minoritario en España.
El verde deporte no sólo no era tan popular como hoy en día, sino que era francamente impopular. Estaba mal visto porque se le consideraba una actividad elitista y alejada de la sociedad normal. Algo que no cuadraba con las ideas de Seve. Él provenía del pueblo llano y aspiraba a que todo el mundo pudiera jugar sin más.
Lejos de acomodarse en sus victorias, el cántabro siempre libró una batalla en su horizonte: conseguir que su actividad fuera conocida universalmente y, lo que es más importante, practicada sin distinción social. Así comenzó la expansión del golf en España. Su gran batalla ganada.
Si no hubiera sido por su carácter impulsivo y por su perseverancia, este juego no existiría hoy tal y como lo conocemos. Seguiría siendo inaccesible para los españoles, tanto por la escasez de campos como por el alto precio de los equipamientos. Pero él se encargó de promover los campos públicos y, sobre todo, de traer la Ryder Cup a España en 1997. Después de su brillante etapa como jugador, en ese lluvioso otoño gaditano ejerció de capitán y líder europeo y así la popularización se hizo posible. Comenzaba a hacerse realidad uno de sus sueños más recurrentes y deseados: la popularización del golf.
Con la perspectiva que dan los años, ahora se empieza a valorar la importancia de sus cinco «majors» (dos Masters de Augusta y tres British), de sus noventa títulos por todo el planeta y de que la máxima competición golfística intercontinental (que languidecía cada dos años entre británicos y estadounidenses) saliera del entorno anglosajón y se situara en la órbita de los grandes eventos televisivos.
Su genialidad, no obstante, no siempre fue bien entendida. Más bien al contrario. A Severiano se le idolatraba en Gran Bretaña, pero se le miraba con reticencia en España. Allí supieron apreciar desde el principio lo que suponía ser un jugador autodidacta, surgido de la nada, que llega a lo más alto de su profesión. Le vieron destacar con menos de veinte años y de inmediato le hicieron suyo. Lo que no le sucedió nunca en su propio país. Siempre tenía que estar justificando sus logros y eso nunca lo pudo superar.
Severiano tenía un gran corazón y esas cosas le afectaban profundamente. Trataba siempre de entregarse a las causas nobles y no siempre se lo agradecían. Por si fuera poco, la falta de una preparación física «moderna» motivó que su cuerpo sufriera en exceso los rigores de tanto «swing». Las consecuencias fueron unos problemas recurrentes de espalda que en sus últimos años le afectaron también al cuello y las rodillas y le mermaron mucho en su rendimiento.
Su último logro llegó en 1995, en el Club de Campo Villa de Madrid, y ese Open de España sería a la postre el de su despedida de la elite. Para un ganador como él, verse alejado de los primeros puestos fue todo un castigo. Sabía que tenía el talento suficiente para volver a la cumbre, pero las condiciones no le respondían. Y sus últimas temporadas fueron muy complicadas, tanto en el terreno deportivo como en el personal. Su divorcio y el fracaso de su aventura senior americana forzaron su retirada definitiva.
Atrás quedaron unos valores fundamentales para varias generaciones de deportistas: el poder del talento y de la confianza en uno mismo. Pero lo más importante fue la impronta que dejó entre sus compañeros de trabajo, los que le trataron más de cerca, sin el resplandor de los focos de la fama.








