Los primeros noventa minutos de esta edición del Festival de Cannes eran una invitación irresistible a quedarse, no ya en todo el cine que nos promete la programación hasta que esto se clausure el próximo día 22, sino en esos noventa minutos, en justo ese tiempo que dura la película de Woody Allen, «Medianoche en París».
¡Qué modo tan maravilloso y redondo de empezar un festival! Con una película que es una carta de amor al presente, al pasado, al futuro y, por supuesto, a París, o a cualquier sitio en el que la lluvia te invite a pasear y la noche, a mojarte en el sentido más abosluto de la palabra. Ni siquiera se echa de menos en la pantalla a Woody Allen, encarnado en esta ocasión en el comitrágico Owen Wilson, que sabe contener todo el torrente de ideas que te propone Allen, y que, como suele ser habitual en él, dan la impresión de ser sencillas, incluso pensadas antes por uno mismo, pero que, en realidad, son tan nuevas, tan apetecibles y tan sorprendentes que se resiste a dejárselas allí en la sala cuando aquello termina.






