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El cine de Almodóvar no sabe ser cómodo y tiene tanta personalidad que choca en tromba contra el espectador y la crítica, de tal modo que siempre los tendrá o muy a favor o muy en contra. Sus películas, las mejores y las otras, son un tablao de emociones y sentimientos en el que taconean, palmean y se desmelenan unos personajes sacados de una realidad excitada, improbable, maquillada, sobeteada..., pero muy reconocible y hasta cercana a pesar de su «extraordinariez».
Esa singularidad e inequívoca presencia de su «mundo» tiene dos temperaturas, dos texturas, dos modos de revelarse y que son aparentemente contrapuestos: sus películas frescas, naturales, llanas pero profundas, espontáneas y graciosas, y sus películas muy cocinadas, artificiosas, rugosas, poco creíbles y con cierta pretensión de obra de «referencia» y con referencias «cool». «Volver» y «Los abrazos rotos» serían un buen ejemplo de estas dos temperaturas. «La piel que habito» pertenece en cuerpo y alma al segundo grupo, y el artificio es como una membrana transparente que le impide a la película abrazar al espectador (o al revés, ser abrazada por él).
El sentido del humor fue siempre su arma, pero aquí se autolesiona con ella
Bien es cierto que es un sello almodovariano el mezclar lo cochambroso con lo «último» y el disfraz de «tigrinho» con el aura Louise Bourgeois o Alice Munro, pero la ausencia de gracia de la historia en general desactiva por completo esa cualidad. Porque, la «gracia» es uno de los problemas de «La piel que habito», pues no la tiene pero, a veces, sin quererlo, la produce; hay varios momentos especialmente dramáticos en los que no es raro que se escape la risa. El sentido del humor de Almodóvar fue siempre su arma, pero aquí se autolesiona con ella.






