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Mourinho tiene razón en una cosa: el mundo del fútbol es muy hipócrita. Han salido los santurrones y puristas de sus ancestrales tumbas para poner el grito en el cielo por la tangana de Suiza. «Nunca más, ejemplo denigrante de la Roja», gritan los fariseos. Pero la bronca ha cerrado heridas y ha reconciliado corazones rotos. Lo mismo hasta nos sirve para ganar la Eurocopa a base de unidad y amistad reencontrada.
Y vayamos a lo serio de verdad: las tanganas existieron, existen y existirán. Son inherentes al fútbol porque es un código no escrito de este deporte, pero firmado a hierro y fuego. Son como las palomitas al cine o como el vaso de leche en el saloon y la consiguiente pelea con botellas y sillas rotas. Sin coristas y revólver al cinto no hay western, sin Bogart no hay cine y sin «la próxima vez que pases por aquí te parto el alma» no hay fútbol.
Los santurrones no han jugado al fútbol, y si han jugado son de los que dan dos pasos atrás, miran al suelo y se van despacito al rincón más apartado viendo cómo le parten la cara a sus compañeros (¿como Kaká?). Los santurrones no conocen los códigos del fútbol: esos que dicen «3, al 7», o sin palabras: solo una mirada al zaguero —bajito, paticorto y marmolillo—, y una posterior al delantero más peligroso. Primera patada abajo para que sepa con quién se la está jugando. Segundo código: protestas al árbitro por todo para que le tiemble el pito a la hora de la verdad.
¿Que todo eso está mal? Ya. Y las guerras por el petróleo o en nombre de la religión, y los ladrones de guante blanco, y los políticos incompetentes, y los traficantes de drogas y de armas. Y todo nos lo tenemos que tragar. Nadie dijo que la vida fuese fácil.
