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Terrence Malick es uno de esos cineastas que amasan el pan de su obra con herramientas de relojero; es minucioso, detallista, reflexivo, templado... Antes se encontraría un número de teléfono en la Biblia que un gramo de frescura en su cine. Y su cine son cinco películas en medio siglo, lo cual viene a probar lo dicho sobre su afán perfeccionista, o quisquilloso. Sólo cinco, pero engarzadas como brillantes en la historia del séptimo arte: «Malas tierras», «Días del Cielo», «La delgada línea roja», «El nuevo mundo» y, ahora, «El árbol de la vida», una película que convierte la palabra desmesura en un ansiolítico. Todo en ella es gigantesco, desde su duración hasta su ambición, pero, mágicamente, todo en ella es también diminuto, cercano, ungible.
Probablemente, la mirada ensimismada de Malick viene de lejos, aunque fue en «La delgada línea roja» cuando hizo de ella un bisturí de sensaciones; aquí, en «El árbol de la vida» la pretensión es hercúlea: conectar lo cósmico con lo íntimo, contemplar la creación del espacio y de los tiempos junto a la creación de los más diminutos sentimientos y recelos, esos que han germinado en el interior del ser humano desde que salió arrastrándose del agua. Y hay, lógicamente, un riesgo casi insostenible en esa contemplación: el origen del universo, el dedo de Dios y el ombligo del hombre. Afortunadamente, lo presuntuoso en Terrence Malick es tan natural y humilde como un arroyuelo campestre. Aunque suene mal, «El árbol de la vida» es una película llena de humildad y conviene acercarse a ella humildemente.
Arranca del interior de los personajes, de las emociones de una madre y su hijo mayor ante la pérdida del segundo de sus hijos..., una voz en «off» sobre lo grande (esas cuestiones telúricas del alma) y sobre lo pequeño, eso que nace entre padres e hijos, entre hermanos. Aunque conectadas, uno se impregna más de la memoria familiar que de la memoria cósmica, aunque no es fácil evitar una indescriptible emoción ante la imagen de un pequeño dinosaurio agitado y rendido bajo la pata de otro inmensamente mayor.
La puerta de entrada es la memoria de Jack O’Brian, un hombre triunfador y receloso de su éxito (personaje que interpreta con frialdad y economía en su edad adulta Sean Penn), que nos revelará todo ese universo a través de la relación con sus padres, el rígido Brad Pitt y la amorosa Jessica Chastain, y la película se convierte en una descripción hipnótica y lírica de la infancia, con sus manguerazos de felicidad y sus irisaciones dramáticas; en este sentido, es impresionante la capacidad del niño que encarna a Jack O’Brian, Hunter McCracken, para colocar en su rostro, en su traza, todos esos sentimientos aún vivos bajo el corcho de nuestro propio árbol, los temores, las dudas, las revelaciones y esa punta encendida de odio ante la figura paterna que el tiempo convertirá en ceniza.
Podría discutirse si es más apropiado y difícil colocar esa magnífica música de Alexander Desplat entre las apabullantes imágenes o ese magnífico mentón de Brad Pitt entre los apabullantes sentimientos paternales, pero sería una discusión acabada. Brad Pitt realiza un trabajo físico monumental y adecúa su cuerpo a las tensiones del personaje, duro, egocéntrico, temeroso y frágil.
No es fácil ver y dejarse ver por esta película, que no sortea ni lo sublime ni lo otro, el peldaño que desciende hacia un cursillo acelerado de filosofía sostenible, hacia un panteísmo reparador o hacia una idea confortable del tránsito hacia la muerte, casi como una ofrenda. Las imágenes que lo corroboran son una audacia mental, o sentimental. Sobre si Malick consigue aliar lo sólido y lo líquido de su película sólo hay una respuesta: la que tenga cada cual.






