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Día 28/11/2011
La posibilidad de la épica depende en gran medida del paisaje en el que se levanta. Resulta más sencillo el empeño en San Siro que en el frío del Alfonso Pérez. A los grandes dominadores les alcanza siempre un día en el que prefieren no bajarse del autobús, cuando éste se detiene a la puerta de algunos campos. Como ése de Getafe en el que, al llegar la medianoche del sábado, el Barcelona, como quien se tienta los bolsillos después de un encontronazo en el metro, se dio cuenta de que se le habían volado tres puntos. De ahí lo decisivo del hambre.
He ahí el salto de la tropa de Mourinho, que el año pasado se fue dejando jirones de Liga enganchados en campos que consideraba menores. En paisajes nada adecuados para desplegar interpretaciones que fueran luego a ser recordadas. Sin embargo, sucede que esos días en realidad esconden oportunidades gigantes, pero para quienes juegan en casa. La dejadez del grande se mide a la aspiración infinita del acostumbrado a bracear para no ahogarse. El escenario que a veces ven insignificante el Madrid y el Barcelona resulta entonces el lugar perfecto para la hazaña memorable del personaje secundario. Una ratonera.
Una trampa en cuyo interior, como en la vida del funcionario, aguarda la amenaza del tedio. Pocas cosas más inalcanzables que el descubrimiento de la épica en el trámite, la copia por triplicado, la tarjeta perforada. Como ganar en Getafe: un golpe de caucho, una compulsa.
De ahí, decía, lo decisivo del hambre. Y ahí también la habilidad de Mourinho, a quien hay que atribuir la instalación de ese apetito voraz que no se aplaca con un atracón de tres goles en ocho minutos como el del Dinamo de Zagreb.
Antes de que se midan en el Bernabéu, ya pueden compararse el Madrid y el Barcelona. La diferencia está en el tamaño del deseo, y su dependencia del paisaje.
