Desde el principio –desde que en 1613 los holandeses rebautizaron la isla de Manna-hata como Nueva Ámsterdam–, Nueva York siempre ha funcionado bien como telón de fondo. Gótica para Batman, metropolitana para Superman, destino final de todo King Kong y de la última Godzilla, capaz de albergar a un tiempo y con poca diferencia de calles al taxista psicótico de Martin Scorsese o al intelectual neurótico de Woody Allen, sobran firmas y falta espacio para enumerar. Pero ¿cuáles serían los grandes e ineludibles títulos en los que la topografía de esta ciudad se convierte casi en personaje protagonista?
Un listado parcial –y, desde ya, muy personal; me niego a incluir Sex and the City– incluiría La edad de la inocencia, de Edith Wharton; La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe; Manhattan Transfer, de John Dos Passos; Llámalo sueño, de Henry Roth; Enemigos, de Isaac Bashevis Singer; El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; Desayuno en Tifanny’s, de Truman Capote; Cuento de hadas de Nueva York, de J. P. Donleavy; las crónicas de Joseph Mitchell y muchos de los relatos de John Cheever para The New Yorker; Trópico de Capricornio, de Henry Miller; American Psycho, de Bret Easton Ellis; Luces de neón, de Jay McInerney; la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster; Maldición eterna a quien lea estas páginas, de Manuel Puig; Las hermanas Grimes, de Richard Yates; Carpe Diem, de Saul Bellow; Netherland, de Joseph O’Neill; Martin Dressler, de Steven Millhauser; Los hijos del emperador, de Claire Messud...
Siglos, milenios
Problema –el de abarcarlo todo– que no parece haber tenido Edward Rutherfurd (inglés nacido Francis Edward White en 1948) y cuya solución vuelve a proponer en mamotreto crono-geográfico: Nueva York (Roca). Rutherfurd no se conforma con algo que transcurra en días o décadas. Lo suyo son los siglos y hasta los milenios. Y habiendo agotado Stonehenge, Londres, Rusia e Irlanda, arriva a la Gran Manzana con la receta que le ha dado más que buenos resultados de ventas: efemérides + lugar + familia. Descendiente de James Michener y otros best sellers de los 60 y 70, Rutherfurd es un entusiasta de la ficción cinemascope (pero sin David Lean tras de la cámara) y de la trama mini-serie (pero no producida por la HBO o la AMC, sino para el gran público de los canales en abierto).
Colm Tóibín antologa nueve relatos y «nouvelles» del autor de «Washington Square»
Así, Nueva York sería mucho más útil –no mejor; el estilo de Rutherfurd está más bien lejos del de Doctorow a la hora de «hacer Historia»– si incluyera un índice onomástico. En resumen: siempre me sorprenderá que alguien lea algo como Nueva York pudiendo leer Poderes terrenales o (reedítenlo, por favor) Cualquier hierro viejo, de Anthony Burgess.
Alegre rincón
Y si Rutherfurd es macro, Henry James es micro. La recopilación de sus relatos y nouvelles acaso sea el mejor remedio para tanto frenesí patronímico. Antologados por Colm Tóibín –autor de El maestro, magnífica biografía novelada de James–, en Nueva York (Sexto Piso) se recuperan nueve piezas que incluyen clásicos del trauma familiar como Washington Square o fantasmagorías sobre el tema del doble y el retorno como El alegre rincón. En todas, Nueva York no sólo es el escenario físico sino, además, una reiterada preocupación del autor, neoyorquino de nacimiento y londinense por opción, que siempre la contempló con recelo, cuando no con ira.
Rutherfurd no se pierde ni el 11 de septiembre de 2001 ni el último «crack» de la Bolsa
Rutherfurd no tiene problema alguno con esa energía estrepitosa y se nutre de ella caiga quien caiga, torres del World Trade Center incluidas. Por su parte, James –quien tal vez en un último y reconciliador gesto bautizó como New York Edition a la revisión final de sus obras completas– prefiere narrar el sonido, más delicado pero igualmente ominoso, que hace la puerta de una habitación al cerrarse tras la salida sin retorno de un trepador sentimental. Y detalle curioso: la portada moderna del Nueva York de Henry James le quedaría mejor al Nueva York de Rutherfurd, cuya portada más retro le iría mejor al primero. Y hasta ahí –me temo, me alegro; pocas veces dos libros más diferentes se llamaron igual– llegaría toda relación entre un viajero y otro.







