Apetecía ver en Madrid el «Rey Roger» de Karol Szymanowski, una ópera plagada de intensa música elaborada a partir de un sutil libreto de Jaroslaw Iwaszkiewicz basado en una recreación biográfica del sensible, inteligente e iluminado Rogelio II de Hauteville, rey de Sicilia en el siglo XII. La primera razón era musical y tenía que ver con la calidad de un compositor de muy interesante creación que tuvo sus días felices antes de instalarse en el limbo de los desatendidos forzado por la trayectoria de pujante vanguardismo que asoló el pasado siglo. Pero también había interés por ver la obra sobre el escenario. «Król Roger», en su grafía original, tiene algo que ver con el oratorio, con tres cuadros que transcurren en el lapso de una noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, cuyo aspecto estático y simbolismo es afín al conflicto vital del protagonista, forzado a elegir entre lo apolíneo y lo dionisíaco.
Así que, por fin, el deseo se ha cumplido y «Król Roger» ha llegado a Madrid de la mano del Teatro Real que siempre vigilante a los deseos de su buen público decidió alimentar la ansiedad acumulada proponiendo escenificar la obra a partir de la producción firmada por Krzysztof Warlikowski, vista en París en 2009. No era una propuesta cualquiera pues todavía resuena el eco del escándalo que entonces organizó. Se explica así porqué en el estreno de ayer en Madrid el director de escena y su troupe fueron recibidos con un saludo muy poco cariñoso por una parte significativa del aforo. Tampoco nuestro público es muy distinto al de cualquier otro lugar.
Un reparto muy armado
Ahora la pregunta parece necesaria: puesto que lo sucedido era previsible, ¿cuál era el fin que se pretendía volviendo sobre esta producción? Siempre positivos, habrá que inferir que hoy el Real estará en boca de muchos más, que serán numerosas las páginas que se le dediquen y varios los comentarios. ¿Y luego? Pues ya se verá dependiendo de que lo extravagante (porque la producción de Warlikowski lo es en grado sumo) se instale como fórmula o sea una aproximación circunstancial. De momento, lo cierto es que semejante propuesta no puede empañar otros muchos aspectos de la representación que son realmente sobresalientes.
Entre ellos está el trabajo de Paul Daniel al frente de la Orquesta Titular del Real que transfigurada se expresa con un color, una textura y una intensidad formidable. Desde lo mínimo al paroxismo, siempre en tensión, caminando afín al drama y su resolución, alcanza momentos de visceral elocuencia. En este propósito ha de figurar también el coro y, lo mejor, un reparto muy armado encabezado por el barítono Marius Kwiecien entregado hasta el punto de que ayer llegó al final rompiendo la voz. Es muy interesante la interpretación de Olga Pasichnyk, soprano con cuerpo y agudo bien apuntado, volcada en la bonita canción de Roxana. Para todos, habría que hablarse de la frescura en las voces: la del tenor Stefan Margita especialmente pujante y la de Will Hartmann por ser un pastor penetrante e insidioso. Ellos son los principales de un total que, hay que insistir, circula a gran nivel.
Lo mejor: Un reparto muy bien armado encabezado por el barítono Maius Kwiecien entregado hasta el punto de que llegó al final rompiendo la voz
El tema de fondo va más allá y quizá merecería otro análisis menos atropellado pues tiene que ver con la filosofía que se pretende transmitir y que según parece gobierna ahora nuestro Teatro Real. Si es así, hay algo que chirría. El propio Warlikowski lo dejaba claro en unas declaraciones publicadas ayer en El País y en las que imbuido de un poso de genialidad se explayaba en confusas ideas a propósito de un imaginario que pretendiendo ser de todos sólo lo es para iniciados («hay cosas que es mejor no explicar»), lo cual destilaba un cierto afán mesiánico («tiene que sacudir nuestros valores») que incluso transgredía la privacidad («que no piensen que la ópera es sólo para divertirse»). Curiosa mezcla de confusión y arrogancia rematada con un bonito fin de fiesta: «A quien no le guste es su problema».






