Minúscula publicó en 2010 una novela de Hans Keilson titulada La muerte del adversario. En ella, un narrador sin nombre explica la vivencia que del nazismo ha tenido su familia judía durante décadas. Hasta aquí, nada nuevo. La singularidad del texto radica en que el autor explica la fascinación que en la víctima provoca la figura del verdugo, construyendo una sobrecogedora narración acerca de los morbosos vínculos entre agresor y agredido. En realidad, Keilson revisa el lugar común según el cual toda identidad halla su razón de ser en su antagonista. Muerto o desaparecido el rival, se aquieta el vértigo, la máscara languidece, la ofensa se transforma en nostalgia. Expresado en términos estructuralistas: es el Otro quien me explica, en lo que soy y en lo que me niega.
La simbología del agrio antagonismo entre Madrid y Barça parece inagotable. Desde lecturas cinematográficas (Mourinho como Darth Vader, un padre tan tenebroso que se ha convertido en su propia y terrorífica expectativa, en la caricatura de su enfado perpetuo; Guardiola como Luke Skywalker, un hijo tan perfecto que sin remedio hace pensar en la palabra impostura y convierte en simpática la aspereza del villano) a glosas religiosas (el portugués como converso que radicaliza el camino de Damasco ya recorrido por anteriores tránsfugas, caso de Luis Figo; el de Santpedor como devoto de la única y verdadera religión, aprendida desde niño en La Masía, comulgada miércoles y domingos en el Camp Nou y sacralizada por todo el planeta mediante la hostia vinculante del més que un club), pasando por una hermenéutica crematística (el Madrid compra lo que el Barça produce; el modelo galáctico se opone al de guardián de las esencias patrias; la prosa del talonario compite con la poesía del fútbol considerado como bella arte), pero siempre, al fondo, oscilando como una espada de Damocles, la vieja cuestión del nacionalismo explícito o encubierto, que ha construido la leyenda luminosa u oscura de ambos clubes, dependiendo de quien detente el discurso.
En este sentido, y coincidiendo con su acmé deportivo, el barcelonismo ha logrado invertir una corriente históricamente adversa, siendo él quien adjudica las notas consustanciales a lo que el madridismo representa. El cetro futbolístico es también un cetro designativo.
El logos de ambos entrenadores, dueños del ágora de modo nunca antes visto (hace años eran presidentes como Mendoza o Gaspart quienes ponían voz a la tribu), asume que calificar al adversario es la mejor forma de definirse uno mismo. Diciendo quién es él, digo qué no soy yo. Valgan dos ejemplos: el Madrid luce publicidad de Bwin, una casa de apuestas, simbolizando de este modo, sobre el blanco de su indumentaria, el espectro del juego y su encarnación inevitable: el dinero; el Barça se refugia en el rótulo Unicef como en un tótem benéfico: feroces ludópatas de un lado, circulación del capital; solidaridad y altruismo del otro, presencia de los intangibles de la emoción. El Madrid se ha hecho acreedor de un fútbol de asombrosa voracidad, que reivindica valores despreciados por los defensores del jogo bonito: también la virilidad y la agresividad pueden ser bellas; el Barça ha logrado invertir el tópico del fútbol hermoso pero inútil que durante décadas resumió sus andanzas, elevando el esplendor de este equipo acaso irrepetible a norma del éxito: la belleza ahora no sólo es gozosa, sino que, además, produce réditos.
Condenados a negarse para sobrevivir en sus respectivos nichos, Madrid y Barça reproducen así patrones ancestrales. A Mourinho, más cercano a la sensibilidad de los tercios de Flandes que a la del samurái, le agrada macular el aura cool y emidiotucciana de Guardiola; a éste, portavoz del cansino victimismo del país pequeño, aherrojado por los fantasmas de un centralismo inicuo, le complace magnificar la arrogancia de una Corte y Villa que, hoy más que nunca, busca la magdalena del tiempo perdido. Ambos, cada cual a su manera, me hacen recordar, desde mi Gijón benditamente periférico que sólo cree en la grandeza indiscutible de El Brujo Quini y en el mostacho feliz de Manolo Preciado, a los duelistas que Joseph Conrad retrató en su relato homónimo. El día que el otro desaparezca, los sorprenderá un sentimiento ambivalente: de alivio y desdicha a un tiempo.






