Cruzaron el Canal de la Mancha repletos y gozosos de ardor guerrero y de amor patrio y muy inglés henchido el corazón. Eran jóvenes y eran poetas. Creían en su patria, en su manera de vivir, en sus costumbres y fueron a defenderlas con la bayoneta calada al otro lado del mar, en los campos de Francia, en los trigales de Flandes. Buena parte de ellos se dejaron la vida en el empeño. Pero también algo más: las ilusiones, una futura familia, unos sueños, la fe en el género humano. Y, por supuesto, la inocencia. Aquel patriotismo se trocó una pesadilla en las trincheras: sangre, sudor y lágrimas. Muchas lágrimas... Y muchas ratas. Y el gas clorhídrico que se te metía hasta las entrañas a pesar de la máscara. Vieron la muerte cara a cara cuando todavía eran adolescentes. Tuvieron que aprender demasiado deprisa y contemplar con el alma resquebrajada cómo sus camaradas se quedaban sin piernas, y las mangas de sus guerreras sólo llegaban hasta la altura del codo.
Un poeta de veinticinco años
En las trincheras de la I Guerra Mundial, aquellos británicos se dejaron la piel, pero un buen puñado de ellos también dejó algo más, algo más que las cartas a la madre y la novia, un puñado de versos desconsolados, descorazonadores, desgarrados por la devastadora crueldad de la contienda. Uno de esos soldados, uno de esos poetas era Wilfred Owen, un muchacho de buena familia que estaba llamado a ser uno de los grandes poetas de su generación si una bala enemiga no se hubiera cruzado en su camino el 4 de noviembre de 1918, en el canal de Sambre cuando, capitaneaba a sus hombres. Pero a Owen le dio tiempo a dejar unos versos, «Poemas de guerra» es el nombre con el que fueron recogidos (y magníficamente traducidos aquí), en los que el poeta alza su voz ante la barbarie, pasados ya los efluvios de la droga patriótica. Son los versos de un hombre de veinticinco años al que los tanques de los «boches» le pillan casi en pañales, al que el «show» (así llamaba la infantería británica a los combates) le conmueve las tripas, el corazón, el alma.
A Owen le encantaban Shelley, Yeats y el Dante infernal
Y pongamos fin a a tanto desconsuelo con estos versos aterradores, que te rebanan el gaznate, y además terriblemente premonitorios: «Mi grasa será grano, mi savia para todos; / les seré útil en forma de jabón. / ¿Llegarán a guisar sopa de hombre los boches? / Sin duda, un día... / Amigo ten por cierto / creo que con las plantas estaré mejor, en paz / con lla lluvia y el prado, como antaño /solían empaparme cuando niño».
Sobre la campiña francesa, en el Canal de Sambre-Oise quedó para siempre aquel niño. La madre de Wilfred Owen recibió la noticia una semana después. El día que se firmaba el armisticio.