Tal como se había anunciado desde la Academia de Cine (fue felicitada por la familia de Luis García Berlanga por su contribución en la magnífica despedida tributada allí al cineasta valencian), los restos del director fueron ayer depositados en el sepulcro familiar donde están enterrados los padres de su mujer, María Jesús, y su hijo Carlos, muerto ahora hace ocho años. El acto tuvo lugar en el Cementerio Municipal de Pozuelo de Alarcón, adonde llegó el féretro procedente de la Academia; al igual que ocurriera en la tarde del sábado, también durante la mañana de ayer fue mucha la gente que se acercó para dar su último homenaje a Berlanga.
Por lo que se refiere al entierro propiamente dicho, la marca berlanguianodefinió cada emocionante momento. Todos sospechábamos que el tiempo no iba acompañar demasiado. Aún así, ese chirimiri norteño del que hacía gala el cielo que esperaba con los brazos abiertos al señor Berlanga Martí parecía haberse puesto de acuerdo con él para preparar lo que iba a ser una escena multitudinaria de las que tanto disfrutaba el finado en vida. «Desde donde esté seguro que está disfrutando viéndonos a punto de empaparnos», decía uno de los representantes de la familia Martí, Luis Manuel —su mujer, María Isabel, se había dejando el paraguas en casa y allí nos apañamos con uno pequeño comprado en los chinos por quien esto firma—. Fue ella quien se acordó que a Berlanga no le gustaba el número 13, «y va y se muere ese día. Qué casualidad».
Rostros desencajados
Todo esto sucedía a las dos de la tarde, cuando ya esperaba la prensa parapetada tras sus cámaras. A lo largo de la siguiente hora fueron llegando poco a poco los mismos rostros desencajados de familiares que llevaban horas y horas de emociones ante tantas muestras de afecto y cariño. José Luis, hijo del cineasta, permanecía erguido a pesar de que las lágrimas corrían por su cara al compás del agua que comenzó a caer con más fuerza: «Ha llegado el triste momento que nunca hubiéramos deseado», volvió a decir.
Una furgoneta llegó desde la Academia repleta de coronas (cerca de una treintena), que fueron depositadas dentro de la tumba. Posteriormente apareció el coche fúnebre. Para entonces, ya estaba Concha Velasco en el lugar intentando —sin conseguirlo— resguardar la cabeza con un pañuelo. «Me tengo que ir pronto al teatro», dijo antes de despedirse totalmente calada. Borau, con su imponente presencia e igual paraguas, destacaba en altura sobre todos. Se enteró por la televisión de la muerte de Berlanga, por eso estuvo primero en la capilla ardiente por la mañana temprano y después en Pozuelo. Mónica Randall, musa y amiga del maestro y familia, lució su mítica belleza pese al viaje relámpago que realizó el día anterior para asistir a los dos actos. Recordaba un crucero con el matrimonio Berlanga, «de esos largos. Un día, mientras tomábamos el sol, Luis me dijo: “tengo un amigo que quiere hacer una película en la que hagas un papel cómico y te he recomendado”. No le pude sonsacar el nombre del productor o director. Estuve ansiosa todo el viaje. Al llegar a Barcelona me preguntó que cuándo iba a pasar por Madrid, al preguntarle si se trataba de la película contestó. “Es para que hagas “La escopeta nacional”. Se puede imaginar lo que supuso. Quise pegarle por haberme torturado durante un montón de días».
A las tres se depositaba el féretro encima de los cientos de flores que había dentro de la tumba. El grupo, suficientemente nutrido, estuvo también comandado por la siempre espontánea y estupenda Rita Barberá, que unía su voz con las de los demás al grito de «¡Viva Berlanga!», coreado en varias ocasiones. La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, que fue felicitada por su artículo de ayer en ABC, también intentaba no mojarse más de lo preciso. La alcaldesa de Valencia miraba cómo desde el coche fúnebre se descargaban más flores a cual más bonita pese al cielo gris; «quizá eso las hace más hermosas», comentó Willy Montesinos, firme como el primero rindiendo tributo al cineasta desaparecido. Los ramos se multiplicaban. «Como sigan así van a tapar la tumba», comentaba alguien. Pocos minutos después, la montaña de coronas ya había engullido la sepultura. «Si es que no se ve. Qué bonito, cómo le querían», gritó una voz en cuarta fila.
La emoción de la familia más directa conectaba perfectamente con la de los amigos más cercanos y otros familiares en la despedida final del reinventor del cine español. La representación valenciana era evidente, por lo que enseguida se respondió a la insinuación de Barbera para entonar todos a una el himno valenciano. Barberá empezó a cantar con voz potente y el resto la siguió con entusiasmo, pero en un momento determinado la letra se transformó en un la, la, la. El magnífico paraguas de Rita vertía el agua sobre los que había a su alrededor. «¡Ay! —decía—. Tengo una voz fuerte, pero lo de cantar no es lo mío. Me sé el himno en valenciano, pero he olvidado un poco la letra en castellano. He salido a mi padre. Qué conste que he sido yo quien ha pedido cantar el himno, pero es que no llego a los agudos».